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Derecho y escuelas

Pablo Salvador Coderch

Otra vez el cheque escolar. A finales de esta primavera, el Tribunal Supremo federal de Estados Unidos dictará la sentencia más esperada de este año judicial, Zelman c. Simmons-Harris. Hace algún tiempo, un juez echó con cajas destempladas al consejo escolar de la ciudad de Cleveland (Ohio) ante las protestas de las gentes del lugar, hartas de la pésima gestión de sus escuelas públicas. El Estado de Ohio respondió al desastre con una ley de becas escolares que traspasaba a los padres la responsabilidad de elegir escuela para sus hijos: el programa becaba a los niños, preferentemente a los más necesitados, con una cantidad de hasta 2.500 dólares anuales (2.867 euros, 477.000 pesetas). Los cheques se enviaban directamente al colegio elegido por los padres.

En el curso 1999-2000, el 60% de los 3.796 niños incluidos en el programa pertenecía a familias oficialmente pobres, pero el problema se planteó porque el 96% había sido inscrito por sus padres en escuelas religiosas. La Primera Enmienda de la Constitución de Estados Unidos prohíbe la confesionalidad religiosa del Estado y, por extensión, la promoción legal de una creencia religiosa sobre cualquier otra. Los adversarios de los cheques escolares, que son legión, impugnaron la ley.

Los demandantes alegan que los hechos del caso muestran que la opción legal es subvencionar las escuelas religiosas de la ciudad, en contra de la Constitución. Los demandados y partidarios de los cheques lo defienden aduciendo que la beca se pone a disposición de los padres, cuya elección determina la institución, pública o privada, que recibirá la ayuda. El programa, añaden, es así completamente neutral.

Para entender el pleito hay que conocer el mosaico norteamericano, mucho más abigarrado de lo que suele creerse: Cleveland es una ciudad de inmigración europea católica que cuenta con una infinidad de instituciones religiosas dedicadas a la enseñanza. En ese marco es casi inimaginable que una ley de cheques escolares fuera a producir un resultado distinto al que ha tenido. En otras ciudades, las cosas serían distintas.

¿Qué resolverá el Tribunal Supremo? Consciente del riesgo de error -no sería el primero-, creo que el tribunal decidirá que la ley de Ohio no es conforme con la cláusula constitucional de separación entre el Estado y las iglesias. La jurisprudencia es poco coherente, pero un caso similar de 1973 anuló una ley de Nueva York que reembolsaba parte de los gastos a los padres que enviaban a sus hijos a escuelas privadas. Ciertamente, la ley de Ohio ahora discutida no discrimina entre escuelas públicas y privadas, pero en la práctica el predominio de estas últimas ha sido abrumador.

La cuestión es si resulta suficiente interponer la decisión de los padres entre la Hacienda estatal y la escuela destinataria del cheque para cortocircuitar la prohibición de ayudas estatales a iglesias y confesiones religiosas. La juez Sandra Day O'Connor tiene en su mano el voto que puede dar la mayoría a unos o a otros y esta señora ha dejado escrito que la simple neutralidad formal no basta: el Estado no debe verse demasiado enredado con asuntos religiosos.

El anterior es un argumento poderoso en Estados Unidos, un país de cultura protestante en el que la derecha religiosa no es católica, aunque lo sea la mayor parte de las escuelas privadas religiosas. Pero entre nosotros un pleito de esta naturaleza sería inimaginable: en Cataluña, los colegios privados con concierto reciben de las arcas públicas las nóminas de los profesores de las aulas concertadas más un tanto por aula que varía según el tipo de enseñanza. Luego los padres complementan la ayuda estatal con una aportación a la fundación propietaria de la escuela. El sistema funciona porque, más allá de la ley, existe un consenso social en virtud del cual se acata formalmente la regla legal del concierto a escuelas que no cobran, al tiempo que se cumple religiosamente la práctica social de pagar tal o cual cantidad. Cada país tiene sus leyes, pero, sobre todo, tiene también sus normas y prácticas sociales, sin cuyo análisis ningún problema legal se entiende bien. Nuestro sistema, que no asombraría a un holandés, horrorizaría a un norteamericano, quien preguntaría de inmediato qué les pasará a quienes no quieren o no pueden pagar la aportación complementaria. La respuesta es obvia: nada si son pocos, pero el sistema se hundiría si la mayor parte de los padres que eligen escuelas concertadas se negaran de pronto a realizar aportaciones adicionales.

Hay en todo esto un doble problema de inmovilidad: los conservadores, partidarios del concierto, de los cheques escolares o de las deducciones fiscales por hijo en edad escolar, tienen a su favor el argumento de la libre elección -la libertad, dicen sarcásticos, no sólo ha de servir para decidir el aborto o la eutanasia-, pero en su contra juega el que las escuelas son inmuebles: los niños van a ellas y no al revés. Por eso, basta con situar los centros escolares en los barrios más favorecidos para apartar de ellos a las familias más pobres. Por su parte, los progresistas tienen a su favor la idea de que la educación ha de estar basada en la igualdad real de oportunidades, pero luego juegan con dureza en defensa del más pétreo inmovilismo de las plazas docentes; las probabilidades reales de un joven y motivado profesor de encontrar plaza en la ciudad de Barcelona por sus méritos y en competencia real con sus colegas son, digamos, más bien escasas; la tesis oficial es que todos los problemas de las escuelas deben arreglarse con dinero, tanto más cuanto peor funcionen, pero el mérito y capacidad como criterios reales de selección y promoción del profesorado no siempre aparecen en el orden del día. En Norteamérica, la rígida burocracia de los consejos escolares públicos ha encontrado su némesis en las escuelas comunitarias (charter schools), públicas también, pero con amplia autonomía de gestión y responsabilidad por los resultados que obtengan. Luego las escuelas imán (magnet schools) compensan su ubicación problemática con una oferta excepcionalmente atractiva en instalaciones deportivas, idiomas o informática. El dinero es fácil de mover. Más difícil es movilizar a las personas.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de Derecho Civil en la Universidad Pompeu Fabra.

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