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LA CRÓNICA
Columna
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Resurrección

Si tienen dudas sobre el poder de la fe y ven tambalearse sus principios espirituales, pásense por Urgencias de, pongamos, el Hospital Clínico. Llamen al 061 y comprueben que la ambulancia acude con auxiliares eficaces y un médico que, enfundado en un chaleco fosforescente, intentará confeccionar un informe que resultará decisivo. Métanse en la ambulancia, entren por la rampa de la calle de Casanova, giren a la izquierda, pasen por el mostrador de información y, si son familiares o amigos del ingresado, suban al primer piso. Allí les espera una colección de rostros angustiados desperdigados en asientos de plásticos, rodeados de máquinas de refrescos y de letreros que indican la situación de ascensores, escaleras, servicios y teléfonos a los que acudir para comunicar buenas, regulares, malas y pésimas noticias. Incluso hay un expositor con publicaciones, aunque no se las recomiendo porque leer una entrevista con el consejero Rius no es la mejor manera de soportar esa espera, a no ser que ustedes sean familiares del señor Rius.

Ninguna procesión resume mejor que una noche en Urgencias el efecto intimidador de la vida y de la muerte

'Visita mínima, dos horas', les dirán en el mostrador de información. Puede que sean dos y puede que sean menos, pero cuando escuchen su apellido pronunciado por la megafonía, no manifiesten su júbilo porque queda feo. Sentirán la envidia de aquellos a los que todavía no les toca y la ilusión de haber sido agraciados con un turno que parecía no llegar nunca. Suban corriendo hasta la, pongamos, segunda planta. Abran los ojos y olvídense de los tópicos de serie televisiva. En Urgencias los médicos no se parecen ni a George Clooney ni a Sergi Mateu. Los pacientes, tampoco. La luz marca sus rasgos de un modo implacable y hay que tener estómago para presenciar según qué. Si hay suerte, sólo acuden personas que no deberían utilizar estos servicios pero que confían en su buena reputación. Si la noche es chunga, agárrense fuerte, que vienen curvas, y empiecen a creer en los demás, porque les hará falta para llegar a la conclusión de que entre el dinero, el amor y la salud lo más importante es la salud. Si el servicio está colapsado, deberán aprender a respetar las prisas y los límites de la capacidad de un equipo de médicos y auxiliares que, pese a su mayoritaria juventud, intenta estar a la altura de las circunstancias y calibrar el orden de prioridades. Fíjense en las caras de los pacientes. ¿Cómo saber si es grave o no? Algunos han perdido la memoria, o sordean, o no recuerdan qué ocurrió antes de que les encontrasen tumbados en un pasillo. Los médicos intentan hacerse una composición de lugar con cuatro datos escasos, preguntan a los familiares, escuchan mil historias tras las que se esconde cansancio, resentimiento o desconcierto mientras alguien les tira de la bata para reclamar su atención porque hace dos horas que están allí, aparcados en doble fila, esperando a ser atendidos mientras persiste este dolor en el pecho, aquí, sí, doctor, exacto, aquí, me duele.

Ninguna procesión resume mejor que una noche en Urgencias el efecto intimidador de la vida y de la muerte y, que me perdonen los creyentes, pero si alguien tiene que resucitar será aquí, aupado en hombros por costaleros que llevan batas blancas o verdes, que andan de un lado a otro arrastrando papeles, horas de sueño y la intuición de acabar creyendo no sólo en lo que ven. Te miran a los ojos buscando colaboración. La gente se comporta. Nadie la emprende a patadas con la máquina de refrescos. Los que consiguen salir por su propio pie, acompañados por unos familiares que parecen haber superado la peor de las pruebas, dan las gracias y se alejan cargados con las secuelas del susto y un sobre repleto de informes, radiografías y sanas intenciones. Fuera es de noche. O de día. No importa. Aquí el tiempo transcurre por turnos. Suenan aparatos y algún que otro teléfono móvil, y toses, y gemidos, y los familiares asoman la cabeza buscando al pariente detrás de la cortina del box, intentando arañar unas migajas de información que sirvan para aplacar el miedo o la impotencia. ¿Cómo ser útil si no sabes lo que te está pasando? Cometes todas las bajezas. Piensas que otros lo tienen peor que tú y eso te consuela. Piensas que todo el mundo está haciendo lo que puede y eso no te basta. Rezas a dioses en los que no crees y te fijas en detalles que no salen en las películas: el Ventolín que se le cae de la silla de ruedas a una señora que se está ahogando, la bolsa con la ropa sucia de un hombre que se ha orinado encima colgada en un saliente de la cama, un anciano tumbado en una camilla con una palangana de plástico sobre el estómago. Todo es tan real que parece mentira. Como en las procesiones, se sigue un ritual que tiene sus pasos, sus saetas, sus gestos simbólicos, sus trances. Cada uno la vive a su manera pero, de repente, allí, abrazado a dos mujeres que sonríen y lloran al mismo tiempo al reencontrarse con alguien al que daban por desahuciado, veo a un hombre flaco, desgarbado, descalzo, con el pelo largo y la barba sucia, de mirada intensa y al que le besan la mano como si le veneraran. Yo diría que se trata de Jesucristo, pero no me hagan mucho caso: la historia sagrada nunca ha sido mi fuerte y además es tarde y estoy cansado.

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