Los muslos de P. P.
Los adictos a la iconografía de los años cincuenta -y a sus adorables excesos- siempre tendrán que agradecer a los estudios Disney que se olvidasen del prestigioso arquetipo creado por el dibujante Arthur Rackham y buscasen a su alrededor lo que se llevaba en USA en materia de hombrecitos. El resultado fue uno de los muñecos más conocidos de la fantasía cinéfila; al mismo tiempo, ese Peter Pan emblemático dio lugar a un reclamo publicitario que introducía en las publicaciones 'de lujo' el glamour que sólo podía dar el tecnicolor del cinematógrafo.
Pero Disney y sus chicos hicieron mucho más por la modernización del mito. Como si acabasen de ver al entonces juvenil Tony Curtis en Su alteza el ladrón, hicieron a P. P. lindo y, sobre todo, muy vivaracho. Por contra, presentaron a Wendy como una de las bobas menos digeribles desde que Shirley Temple estrenó su primer orinal con conejitos dibujados.
El personaje posee un sex-appel que siempre faltó en la Disney
Siguiendo el ritmo de los años
cincuenta, el P. P. de Disney se aceleró, y ya se sabe que el que más acelera más calentito se pone. No era, como se pretende, el 'niño eterno', antes bien un dinámico adolescente a quien sólo faltaban un par de cursos para aprender a bailar el primer rock and roll de Bill Haley (el del reloj, creo recordar). Es un avance considerable respecto al P. P. de Barrie. Sobre todo en el aspecto físico. Al P. P. de Disney se le ve ya tan formadito como para que Campanilla descubra en su porte posibilidades que no se habría permitido encontrar en la de un tierno niño; porque ella fue hada, pero paidófila nunca. Lamentablemente, era una hada con mal fario, pues fue a prendarse del teenager más presuntuoso que pudiera producir el campo de rugby del colegio. Cada vez que veo la película pienso que siempre tendrá las de perder, esa Campanita. Ella desprende polvo de estrellas, pero P. P. era estelar como él solo. Luego, resabido. Por tanto, narciso.
Sorprende encontrar en su figura un sex appeal que siempre faltó en la factoría Disney. Cierto que los devotos de la zoofilia pueden encontrar excitante el culito de Bambi y fálica la trompa de Dumbo, pero aquí nos moveríamos en ambientes de una sicalipsis muy para iniciados.
En el ambiente de los humanos, y más concretamente los humanos del género masculino, los artistas de Disney siempre se mostraron indecisos. Reconozcamos que Pinocho, como humano, era un poco raro. En cuanto a los príncipes de Cenicienta y Blancanieves -moreno uno y rubio el otro- parecían la respuesta a la pavisosería de sus amadas. Provocaron sueños rosáceos, pero no enervaron.
P. P., a quien suponemos plebeyo, tenía a su favor el contacto con la naturaleza, igual que Boy, el hijo de Tarzán, tan atlético cuando dejó de ser un pipiolo para convertirse en Bomba, el jungle boy. (Era el actorcillo Johnny Sheffield, que a la larga acabó obeso). En otro tiempo más proclive al academicismo victoriano, el roussenianismo del P. P. de Barrie habría dado lugar a una iconografía acaso cursi: le habrían representado con una guirnalda aquí y otra allá, como un Puck sacado de una representación escolar. Por suerte, cuando apareció el P. P. de Disney, Marilyn Monroe ya se había fotografiado frente a las cataratas del Niágara y hasta el color del plástico se parecía sospechosamente a la carne.
Es sintomático que, en la pu-
blicidad, no se fomentase la imagen de P. P. volando, antes bien con los pies firmemente asentados en este bajo mundo, las piernas abiertas como un arco de triunfo y los brazos en jarras. Sonríe con una mezcla de socarronería e insolencia que le hace parecer el héroe del callejón y a la vez un pillín de nuestra picaresca.
Ostenta, además, un récord singular: es uno de los teen-agers que mejor han lucido las mallas en la historia del cine. No resten importancia a este detalle. Entre bailarines y héroes medievales, hemos conocido a muchos varones con mallas, pero triunfar con los muslos estrechamente forrados de esta guisa sólo lo habrán conseguido Stewart Granger en Scaramouche, Tony Curtis en Coraza negra, Burt Lancaster en Trapecio y Errol Flynn cuando le dio su imperial gana. Entonces resulta que el P. P. de Disney es hijo legítimo de esos caballeros del muslamen, y en esto entronca con Robin, el coleguilla, también vivaracho, de Batman. Como sea que esta pareja de locas encubiertas es anterior, deberemos considerar si es casualidad o plagio que nuestro P. P. y Robin luzcan mallas del mismo color. De todos modos, todavía hay clases. Cierto que Robin fue buen vasallo porque tuvo buen señor; pero, seamos sinceros: en calidad de pantorrilla sigue ganando el malandrín de Nuncajamás.
La gallardía de P. P. -ya el de
Arthur Rackham, ya el de Disney- se vio seriamente comprometida cuando algún descerebrado quiso que, al trasladarse al teatro, fuese un papel ideal para damiselas. De hecho, saltó al cine mudo interpretado por Betty Bronson, de modo que no se sabe si era mocito o flapper. A P. P. también le dieron vida escénica matronas de mucho empaque. Mary Martin, estrenadora de éxitos como South Pacific y The Sound of Music -llegó a una comprometedora madurez canturreando por los escenarios de Broadway y haciendo como que volaba hacia Nuncajamás-. Difícilmente podía llegar tan lejos el kitsch yanqui; pero se roza, además, el humor involuntario si recordamos que en la vida real este Peter Pan avejentado era la madre del actor Larry Lagman, que interpretó el papel de J. R. en la conocida serie televisiva Dallas.
De prosperar en España esta costumbre, es posible que hubiésemos visto a Peter Pan bajo los rasgos de Leticia Sabater o cualquier otro producto de la estulticia televisiva.
En mi ignorancia, no me atrevo a asegurar que no haya sucedido. Y es que Peter Pan no quiso crecer, pero nosotros tampoco.
Terenci Moix acaba de publicar El arpista ciego (Planeta).
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