Orio
Matan con la calculadora de los votos en la otra mano.
Estamos ante el terror entendido como medio de influir en la pequeña política, en las votaciones de los congresos de partido, no ya, como en marzo del 2000, como medio de influir en las elecciones generales.
Entonces, la ruptura de la tregua y el asesinato de Buesa crearon el escenario perfecto para la victoria rotunda del más abiertamente indignado de los partidos, el PP. No por cierto el más eficaz, desgraciadamente, como se ha visto después. Pero no voy por donde algunos pueden pensar: hasta ahora todos los Gobiernos han sido incapaces de acabar con el terror.
Ahora se trata de un terror minorista, detallista, peor, porque mata igual o más, por menos, por conseguir efectos menores.
En Italia también: allí matan al asesor del ministro de Trabajo unos días antes de la manifestación en contra de la nueva ley laboral.
De repente los presuntos manifestantes se ven cogidos entre dos fuegos, dos potentes fuegos: el del Gobierno, el fuego democráticamente nacido de unas elecciones; y el fuego terrorista, que combate desde fuera del sistema la ley que los manifestantes denuncian pacíficamente y a cara descubierta en la calle. El Gobierno lo tiene fácil: acusa a los manifestantes del asesinato. (Algún manifestante se puede poner la capucha y encender una puerta o romper una luna, o diez o cien. Pero lo importante es si las fuerzas públicas y los servicios de orden de los manifestantes trabajan coordinadamente. Basta para ello que haya confianza mutua y profesionalidad. Lo que hubo en Barcelona el 16 de marzo tras la cumbre de la Unión Europea. Subrayo 'tras' y no digo 'durante' porque bien se cuidaron las ONG's y las policías de que la manifestación cambiara de hora y de lugar para que su desarrollo no coincidiera con el del Consejo Europeo. (A que no lo sabía Vd., querido lector: bien se cuidó Aznar de ocultarlo en sus declaraciones previas a la cumbre).
En Italia, como en España, el terror (por favor, no sigan hablando de Eta con mayúsculas: esa propaganda vale millones), trata de impedir que la democracia resuelva los problemas dentro de un orden, del orden democrático. El terror está enamorado de su indignación más que interesado en la causa de su indignación. ¿Qué haría el terrorista si aquellos a quienes pretende redimir se declaran de acuerdo con aquellos a quien pretende derrotar?
De ahí dos cosas: 1) que el terrorista tenga terror a ese acuerdo y haga todo lo posible por evitarlo; 2) que dirija sus tiros no sólo contra las fuerzas del orden democrático (eso sólo al principio), sino contra los responsables políticos que pueden y deben pelearse democráticamente y acordar cosas democráticamente: para incitarlos a optar por lo primero, por pelearse y dividirse.
Y una tercera derivada: el refinamiento extremo del terror consiste en intervenir en los debates internos de un partido, asesinando a sus afiliados, para decantarle (por indignación) contra el acuerdo entre los demócratas y a favor de la división de los demócratas.
Escribí estas notas en Donostia antes del funeral de Juan Priede, el día previo al Congreso que se quería torcer y dos días antes de la manifestación del Circo Máximo en Roma. El Congreso salió como se preveía desde antes de la tanda de asesinatos e intentos de asesinato. La manifestación resultó mucho más concurrida de lo previsto antes del asesinato del asesor del ministro italiano de Trabajo.
El fervor vasco del funeral de Orio fue impresionante. Impresionante en sus cánticos potentes, en el silencio y dolor solitario de la familia, en las palabras del obispo Uriarte y en el enojo soterrado de algunos de los que las escuchaban echando en falta un punto de indignación, pero sobre todo en la presencia unida de unos y otros.
Los partidos y la gente están demostrando tanto o más tino que los Gobiernos. En Roma la manifestación fue no sólo contra la ley laboral, fue también contra el terror, como el Congreso socialista en el Kursaal de San Sebastián no fue sólo para elegir una dirección, fue también para decidir cómo acabar con el terror.
La unidad de los demócratas es la única arma ganadora frente al terror. Métanselo en la cabeza los que quieren arrogarse la representación del pueblo indignado en base a las urnas. La indignación eficaz es incompatible con la parcelación o el monopolio de los sentimientos.
El Gobierno vasco, el español y el italiano tienen que demostrar que están a la altura del pueblo.
Los pueblos de Europa ¿qué quieren?
A mi entender quieren competir pacíficamente entre sí y eliminar las causas de las guerras que los enfrentaron, ampliando la Unión hacia el Este (y aún no han entendido, pero intuyen que la próxima guerra, con el formato que sea, vendrá del Sur y del Mediterráneo); quieren competir económicamente con los EE UU sin perder la cohesión social ni los valores culturales europeos; y quieren para todo ello una Europa fuerte y, al mismo tiempo, una Europa próxima, subsidiaria, inteligible.
Una España lanzada en esa línea estará en mejores condiciones de superar el amargo precio que estamos pagando por la pervivencia de los fantasmas del pasado.
Los fantasmas del pasado luchan entre sí. Los que mataron a Carrero Blanco son los asesinos de Juan Priede, un hombre bueno, obrero, ya mayor, que cantaba la Internacional una semana antes de morir, ante la tumba de Elespe, otro compañero 'ajusticiado'. Alguno de los presentes alzaba el puño. No recuerdo si el Txiqui, ejecutado en Barcelona en 1974 en cumplimiento de una sentencia de Franco, murió con el puño en alto, pero es perfectamente posible.
Desde Catalunya sólo pido una cosa: que los representantes de la generación que hizo la transición se decidan a dictar, con la sabiduría que da la memoria vivida, un mensaje certero al pueblo y a los actuales gobernantes de España y de Euskadi.
Necesitamos su autoridad para confirmar lo que a algunos parece evidencia: que el ciclo del terror se ha cerrado sobre sí mismo. Y que el Estado de las autonomías, el Estado y las Autonomías, están en condiciones de pedir sacrificios a los ciudadanos, sacrificios terribles como el que se respiraba en la iglesia y en las calles de Orio. Pero que están también en condiciones, con la ayuda europea, por supuesto, y con la norteamericana si hace falta, de imponer la paz. De hacerlo con esa ayuda, pero sobre todo sacando el Estado y las autonomías de sus propias entrañas, de su propia imaginación, de su propia capacidad de sacrificio como Gobiernos, la energía suficiente para dibujar el escenario y las etapas del camino hacia la paz.
Eso es lo que hicieron John Major y Neil Kinnock en 1993. Lo que hizo John Hume desde entonces hasta el Viernes Santo de 1998, bendito día, hace ahora cuatro años.
Y que conste que todavía hoy en Derry (Irlanda del Norte), donde la policía británica es más bien escasa, los amigos del Ira (con minúscula) imponen la rough justice, la justicia sucia, el tiro a la rodilla, para castigar por su cuenta a los presuntos malhechores comunes.
Lo que significa que si hoy se impusiera la tranquilidad en Euskadi aún deberíamos esperar unos años hasta el reinado completo de la paz.
No hay tiempo que perder.
Los autores de la Constitución y los Estatutos lo hicieron todo bien -lo que no significa que hoy no deban perfeccionarse-. Acábese ya con la canción de que cualquier cambio sea un premio al terror. La falta de cambios es un premio a la desidia política. Especialmente porque el Pacto por las libertades y contra el terrorismo prevé cambios del marco institucional posibles en un marco de paz y democracia. Y eso se está olvidando por pereza y por comodidad.
Los constituyentes lo hicieron todo bien; sin embargo, dejaron un cabo suelto. Un solo fantasma del pasado, uno solo, pervive. Pero él solo se basta para hacernos perder décadas. Y el mundo no nos espera.
Pasqual Maragall es presidente del Partit dels Socialistes de Catalunya.
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