_
_
_
_
LA HORMA DE MI SOMBRERO
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Jueves Santo

En los siete años que llevo escribiendo la horma, es la primera vez en que ésta sale publicada el Jueves Santo en vez del Domingo de Resurrección. A simple vista parece un detalle sin importancia, pero no lo es. En años anteriores, la horma del Domingo de Resurrección, que se mandaba por fax desde Sevilla, la misma tarde del día anterior en que había sido escrita, a primera hora, era una horma que olía a azahar, a incienso y cera quemada, a esa ramita de romero que nos poníamos en el ojal para ir a ver torear a Curro en la Maestranza. Una horma que sabía al pescadito frito que solíamos tomarnos en Casa Cuesta -me dicen que va a cerrar, si no ha cerrado ya-, en Triana, mientras aguardábamos a que saliese el Cachorro, o a la manzanilla que nos tomábamos en El Buzo, a la espera de ver pasar a la O por el Baratillo.

La ministra francesa de Cultura había amenazado con negarse a estrechar la mano de Silvio Berlusconi

Al tener que escribir la horma los martes, a lo más tardar, para entregarla ese día y salir publicada los jueves, el paisaje cambia radicalmente. No es lo mismo escribir esas líneas antes o después de haber visto, año tras año, pasar el Cachorro, de madrugada, por el puente de Triana, o antes o después de haber ido, el sábado por la mañana, a echar un vistazo a los toros que han de lidiarse la tarde del domingo en la plaza. Total, que este año no nos vamos a Sevilla, y ya me tienen ustedes picando esa horma, o lo que sea, en mi Lettera 35, a las cuatro de la tarde del martes, 26 de marzo, para ser enviada dentro de una hora, hora y media, a la redacción del periódico. El único consuelo que me produce el tener que escribir esta crónica en Barcelona en vez de en Sevilla es el no tener que cargar con la vieja y querida máquina de escribir, la cual, al pasar por el control del aeropuerto, hace que el guardia civil de servicio me mire como si fuese un terrorista en potencia.

Llevo ya escrito un folio, me quedan dos y me pregunto con qué podría entretenerles. La semana pasada apenas salí del barrio. Fui a ver Gosford Park, la película de Robert Altman, en el Diagonal, que me hizo pasar un rato la mar de agradable, en especial por la excelente actuación de sus intérpretes. Ayer, al enterarnos de que Safiya no sería lapidada, descorchamos una botella de Mumm para celebrarlo, pero esta mañana nos hemos despertado con la horrible noticia del terremoto que ha asolado Afganistán, y que, dicen, ha causado miles de muertos. Pobre gente, sólo les faltaba eso, un terremoto.

Josefina, mi perdiz, lleva una hora cantando como una condenada, mientras un hombre subido en una grúa se dedica a podar los plátanos del paseo de Sant Joan que hace escasamente un par de semanas empezaron a florecer. El barrio está medio desierto, los vecinos de la escalera se han marchado o se preparan para hacerlo. La estanquera me ha dicho que cierra mañana. Pasado mañana lo harán las terrazas de los bares en que suelo leer los papeles y tomarme una copa. Será cuestión de irse. El jueves es probable que me vaya a Marsella a tomar una bullabesa, o que me instale en el Marítim de Cadaquès a leer Comedia con fantasmas, la última novela, recién salida del horno, de mi sobrino Marcos Ordóñez.

Puestos a entretenerles, tal vez les agrade saber algo más de la que se armó el pasado viernes, en París, durante la inauguración del pabellón de Italia en el Salón del Libro de este año. Como recordarán, la ministra francesa de Cultura, la señora Catherine Tasca, había amenazado con negarse a estrechar la mano de Silvio Berlusconi en el caso de que al jefe del Gobierno italiano se le ocurriese presentarse en París, al Salón del Libro, del que Italia es este año el invitado de honor. Berlusconi, no sé si para evitarle ponerse en ridículo a la aguerrida ministra o por la razón que fuese, decidió no ir a París y enviar en su lugar a su secretario de Estado para la Cultura, Vittorio Sgarbi.

El tal Sgarbi, consejero particular del magnate Berlusconi en lo referente a la adquisición de cuadros, esculturas y obras de arte, es un tipo megalómano y mediático, como su amo, que vive en uno de los antiguos apartamentos del papa Pamphili, en Piazza Navona, una de las plazas más bellas de Roma, rodeado de pinturas y esculturas del Renacimiento, en un ambiente de lo más kitsch. Entre otras cosas, Sgargi es famoso por su manía de hacerse abrir los museos romanos y de otras capitales italianas para celebrar en ellos fiestas nocturnas con sus amigotes y un puñado de starlettes, de las que es muy goloso, así como por su afición a pelearse con los periodistas y humillar al público de ciertos programas televisivos (en uno de ellos se puso a insultar a una pobre mujer por desconocer la identidad de no sé qué lienzo).

Pues bien, el terrible Sgarbi se fue a París a inaugurar el pabellón italiano del Salón del Libro de París y se encontró con una manifestación de personas italianas y francesas que le recibieron con gritos contra su amo y su Gobierno. Y el guapo de Sgarbi, en vez de aguantar el tipo y soportar el chaparrón, después de entrevistarse apresuradamente en un cuartito con la ministra Tasca, la cual le ofreció sus disculpas, dio un portazo y se largó.

Al día siguiente, en una rueda de prensa, Sgarbi acusó a los manifestantes de 'fascistas', que es lo mismo que algunos de estos le habían llamado a él y a su dueño (algunos de esos manifestantes, todo sea dicho, eran antiguos miembros de las Brigadas Rojas, con crímenes de sangre en sus conciencias, a los que el presidente Mitterrand había concedido asilo en la década de 1980 y que el presidente Chirac se niega a entregar a la justicia italiana).

El término fascista vuelve a ponerse de moda. Y si no que se lo digan a los universitarios de Girona que la semana pasada se ensañaron con el ex rector Josep Maria Nadal. Fascista es un término que cada vez oigo más en las tertulias de la radio, no sé por qué. Y lo bueno es que la mayoría de los que lo utilizan lo utilizan mal o no saben de lo que hablan. Berlusconi será lo que ustedes quieran, pero no es ningún fascista, no es Mussolini. Al menos, claro está, que los que le tachan de tal crean, como afirmaba Pasolini, que la televisión y la publicidad son un nuevo, el nuevo fascismo. Pero Pasolini era un poeta, un grandísimo poeta, y podía permitirse esa y otras licencias. Hasta que un día lo asesinaron.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_