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Columna
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El mayor

Nuestros cadáveres nos exigen el compromiso de visitar las tumbas para frotar la lápida con un paño empapado, retener el avance de la retama y los jaramagos que amenazan con invadir los apellidos, cambiar las flores mustias por otras frescas y nuevas. Mediante un rito atávico honramos la memoria de la persona que dejó de ser, y de algún modo oblicuo la mantenemos viva y la hacemos circular entre nosotros, entre nuestros recuerdos, palabras y ceremonias. Llevar flores a una fosa significa resucitar el cuerpo que yace en su interior: el padre, el hijo, la mujer regresan con nosotros a medida que nos alejamos de los monumentos de mármol y embocamos la salida del cementerio. Por eso me pregunto a quién buscaba resucitar Isabel Naylor Méndez, la vecina de Huelva a la que hace una semana le fue impuesta la medalla del Imperio Británico. Durante cuarenta años, Isabel ha acudido al cementerio de la Soledad de Huelva para depositar un ramo sobre el cenotafio del mayor William Martin, de la Marina Real inglesa, fallecido en acto de servicio, dice la lápida, el 24 de abril de 1943. La reina ha recompensado a Isabel Naylor por su tenacidad, por su perseverancia, por mantenerse fiel a un hombre que no existe: porque nadie sabe a ciencia cierta quién hay enterrado bajo las señas del oficial británico. Con el fin de despistar a los espías de Hitler haciéndoles creer que el desembarco de las tropas aliadas de África iba a producirse a través de Grecia en vez de por Sicilia, el Estado Mayor inglés tomó un cadáver de un hospital londinense, lo abandonó frente a las costas de Huelva con unos documentos falsos y dejó el resto del trabajo a la marea. Un pescador de Punta Umbría lo halló a la mañana siguiente, el cuerpo fue trasladado al cementerio más cercano y los documentos pasaron a poder de la embajada alemana en España. La maniobra surtió efecto y un millar de vidas se salvaron gracias a los servicios póstumos de un desconocido. Pero todo fue trabajoso: hubo que realizar varias fotos de pasaporte al cadáver frunciéndole las facciones para eludir la impronta de la muerte sobre el gesto, hubo que elegir una defunción por pulmonía para que los pulmones encharcados diesen la impresión de corresponder a un ahogado.

Algún investigador ha conjeturado que el nombre real de la persona que reposa bajo el cementerio de la Soledad es el de Glyndwr Michael, individuo borroso del que nada sabemos. La personalidad del mayor Martin es mucho más sólida y firme: entre las pertenencias que el pescador halló en los bolsillos del cuerpo ahogado había dos cartas de amor ajadas, una foto de una joven llamada Pamela, una factura de 53 libras por la compra de un anillo de compromiso. Martin tenía una vida, incluso había asistido al teatro la noche previa a su accidente con la mujer con la que iba a casarse, según testimoniaban dos entradas usadas para el espectáculo Strike a New Note. Supongo que es a esa criatura a la que semanalmente buscaba honrar Isabel Naylor cuando le ofrendaba su ramo de flores: a su amor por Pamela, a sus risas en la platea ante las evoluciones de la comedia, a la lectura repetida, a veces de madrugada, de las cartas de amor que guardaba en su faltriquera. El señor Glyndwr Michael no es nadie: la realidad no puede competir con la perfecta coherencia de las ficciones.

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