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Columna
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La almoneda

Estos días cuaresmales han ofrecido la ventaja de abrir los templos madrileños a la música, con independencia de la que suene en sus propios actos litúrgicos, de modo que la Iglesia ha recuperado la dignidad del arte, tantas veces ajena al canturreo de pandillas que ahora se estila en sus plegarias, y los ciudadanos que no van a misa, y los que van, el espacio artístico de sus templos.

Madrid no es precisamente rica en arquitectura religiosa, sobre todo si se la compara con otras ciudades españolas, incluso más pequeñas, que poseen espacios de culto de muy notoria significación artística, pero San Francisco el Grande, San José, Santa Bárbara, San Marcos o los Jerónimos no son poca cosa. Catedrales no son, pero en peores garitos se han establecido los ordinarios del lugar. Y lo malo de Madrid no es que no tuviera catedral hasta hace poco, sino que se empeñaran en hacer una y nos afearan el entorno del Palacio Real con el pastiche de la Almudena.

Toda la culpa no ha sido de sus arzobispos (alguno ha habido inteligentemente perezoso y remiso a dejar la colegiata de San Isidro), y sí de históricos fieles regios a los que hay que atribuir alguna responsabilidad en este asunto.

También a los gobernantes recientes, sin que se nos escapen los socialistas, habría que reprocharles su colaboración para el engendro catedralicio con los denarios de nuestros impuestos. Pero si del deterioro del paisaje que impone la mole no nos libramos, recomiendo al lector que si tiene una delicada sensibilidad artística y no está urgido de indulgencias plenarias se evite poner el pie en las naves del templo. O que no lo haga al menos con la esperanza de hallar placer estético en sus capillas, almacén ahora de los despojos que algunas comunidades religiosas sacaron de sus casas para modernizarse, retablillos de baratija con imágenes escayoladas, cuando no prodigios de la imaginería moderna de cuarta fila para representar a santos o santas fundadoras de beatificaciones o canonizaciones recientes. Tanto es así, que a Escrivá de Balaguer no le ha hecho falta esperar a octubre para tener lugar de privilegio donde los más veteranos de la corte celestial lo tienen ya.

Se nota en su trono (junto al cual se narran las virtudes y la inspiración divina que recibió en Madrid el beato con gafas) que no falta el dinero en su Obra para honrarlo, pero es bien sabido que el mal gusto resulta con frecuencia caro. Y por no faltar, no falta ni la iconografía mariana de casa regional en azulejos, ni la mano franquista de Juan de Ávalos en su momento menos inspirado. Si los tapices de antigua procedencia, algún Cristo de indudable valor y la propia imagen de la Almudena se salvan del catálogo de variedades folclóricas con repertorio de santurronería, tal amalgama de despropósitos no hace otra cosa que confirmar que si los madrileños han perdido el gusto por la Iglesia más lo ha perdido la Iglesia madrileña por sí misma. No sé si la atrofia del martirio, al que según el cardenal de Madrid somete la sociedad laica a la Iglesia de Gescartera, tendrá algo que ver con esta pérdida del gusto o si se trata sencillamente del canon personal de Rouco Varela. Pero la caridad me obliga a advertir a mis amigos católicos más estetas que no caigan en la tentación de celebrar la Pascua en un espacio donde la chamarilería podría distraerles en su devoción y alterarles el ánimo. Aunque, si entre ellos encuentro alguno que se dé al masoquismo, deberé recomendarle ese templo como el más adecuado para estos días. Además, como el masoquismo tiene relación con la penitencia, no dudaré entonces en recomendar al obcecado penitente que vaya a sufrir con la mirada puesta en lo que algo tiene de museo kistsch.

Por lo demás, no teman los madrileños ni los que vengan por estos días a Madrid encontrar en la calle alguna de las joyas que se exponen en la Almudena: no resisten el aire. Puede que se encuentren por La Latina o por Lavapiés, eso sí, al Gran Poder o a La Macarena, o que escuchen en la Puerta del Sol alguna saeta, sin que necesariamente tengan que creerse en Sevilla. Tampoco están en Teruel y el Sábado Santo oirán en la calle mayor los tambores que de allí ha mandado traer el alcalde para que la Soledad no vaya a palo seco. Y es que Madrid, en eso como en otras cosas, no sólo es mestiza, sino que es un poco como las capillas de la Almudena o de la almoneda.

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