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OPINIÓN
Columna
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La distancia

¿Qué prefiere usted, un penitente con su capirote, o un mulato con su caipirinha? En algún momento de nuestras vidas la Semana Santa nos pilló en la ciudad sin nada que hacer. Nada más que pasear por las calles casi desiertas y ver Los Diez Mandamientos en la tele. Y pensar, demasiado tarde, en coger un tren hacia alguna parte para dejarlo todo atrás.

Perdónenme que esta Semana Santa, antes de marcharme con todos los demás hacia el multitudinario sueño del bienestar común, apunte una observación postrera. Abundan los gestos, los pésames, las declaraciones a los medios, y, en definitiva, las palabras vanamente reiteradas que intentan, sin éxito, explicar a los verdugos la dimensión del dolor de sus semejantes. Son como redobles de tambores. Y, no obstante, me consta que estos redobles, expresiones de dolor, son la música del sufrimiento del pueblo. Héme aquí en el dilema de considerarlos necesarios, a pesar de mi tendencia a escapar, a huir de la realidad, a evadirme, tal y como se suele hacer en Semana Santa. No se sientan culpables si a ustedes les pasa lo mismo. Tal es la naturaleza humana, que no puede estar expuesta continuamente a una situación de estrés como la que se vive en este país.

La cuestión es conservar bien ajustado el tambor del corazón, que por lo que dicen nos hace falta para vivir, en procesión religiosa, manifestante o automovilística. La ciudad se quedará vacía, como de luto, pero un día, en los balcones aparecerán palmas, recuerdos infantiles expuestos al sol como una señal, y la vida volverá a comenzar, inexorable. Así que nuestra huída es sólo temporal, lo sabemos bien. Un escape a nuestro trabajo, a nuestra rutina, y, por qué no, un escape al odio, al rencor, a la tragedia. Hay muchos sentimientos que pueden ofuscar nuestra capacidad de razonamiento: la ira, la desesperación, la absoluta tristeza. Cuando el clima se hace irrespirable, es mejor airearse que sumirse en alguno de estos estados de ánimo, que son como pozos a los que no llega la luz de la inteligencia.

No tengo constancia de los problemas psicológicos que el terrorismo provoca en la población del País Vasco. ¿Para cuándo un estudio? ¿No interesa? Somos perfectamente conscientes del estado de tensión en el que vivimos de forma permanente en un país en el que tener sentido del humor resulta a veces una proeza. La actualidad nos golpea duro -nos ha vuelto a golpear-, nos tiene cogidos por el gaznate, y nosotros encajamos los golpes, uno tras otro. Y lo peor de todo es que parecemos culpables por intentar ser más felices. Un delito tipificado por el código penal de la realidad. Sería muy caro que la administración nos pusiese un psicólogo a todos para hacernos la vida más llevadera, por eso se han inventado las vacaciones en general, y la Semana Santa en particular. Criticamos mucho la Navidad, la Semana Santa, incluso las vacaciones de verano, pero, ¿qué seríamos sin ellas? Estas pautas que rigen el calendario parecen una tontería, pero los seres humanos giramos en torno a ellas como los caballitos de un tiovivo. ¡Y que no nos las quiten!

Pero sobre todo, que no nos intenten hacer sentir culpables por intentar ser más felices. Este es un concepto clave en la realidad en que vivimos, donde somos agredidos constantemente, donde llegamos a sentirnos como náufragos a merced de las olas, o sacos de boxeo, maltratados hasta el descalabro. Vivir así no es fácil. Pero no podemos abandonar. A pesar de todo, sólo somos capaces de hacer una simulación de evacuación de la ciudad, para luego volver a ella, a nuestra matriz, y entonces quizás caigamos en la cuenta de que nosotros mismos estamos disimulando, estamos toreando a la vida que ya nos ha dado muchas cornadas, lo cual no significa que miremos a otra parte. Simplemente, ya nos sabemos la lección. Ello ha creado generaciones de individuos que han de lograr distanciarse de la realidad, por difícil que resulte a veces, para poder sobrevivir. Y eso no significa que no nos acordemos de los que faltan.

Hemos aprendido a convivir con la tensión y la violencia, y hemos tenido que digerirla. Tal vez al escribir este artículo haya partido de la premisa falsa de que alguien pueda sentir remordimientos por irse de vacaciones y aparcar la mente en alguna playa, poniéndose el mundo por montera. Sentirse culpable por eso sería una soberbia tontería.

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