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EL CONGRESO DEL PSE
Columna
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Gestos sin trascendencia

El nacionalismo vasco acudió a la concentración contra ETA que los delegados socialistas llevaron a cabo al mediodía ante el palacio del Kursaal en un receso de sus debates. Juan José Ibarretxe y sus consejeros Josu Jon Imaz (Presidencia) y Javier Balza (Interior) sumaron sus manos a las de los dirigentes socialistas y del resto de los partidos políticos vascos que sostuvieron la pancarta del 'No a ETA, ETA ez' durante los 15 minutos silenciosos que duró el acto. Por un momento pareció que los rostros unánimemente graves y cariacontecidos -el PSE-EE es un partido ya demasiado castigado para exteriorizar la crispación- homogenizaban a nacionalistas y no nacionalistas en el dolor por el asesinato de Juan Priede y en la preocupación por los efectos de la campaña de limpieza ideológica que desarrolla ETA. Cualquier observador ajeno habría extraído ayer la impresión de que los partidos vascos están básicamente unidos contra el terror, que componen un bloque sólido frente a la trama asesina. Y, sin embargo, el mensaje enviado implícitamente a la ciudadanía: 'Stop a ETA', 'Todos unidos frente a los criminales', es en gran medida ficticio, destinado a engrosar el largo listado de gestos puramente testimoniales que la política diaria se encarga de vaciar de contenido. El nacionalismo democrático entiende la solidaridad para con los amenazados en el plano del testimonio personal y moral, como un acto piadoso de conciencia, teñido, tantas veces, de moral seudoreligiosa cristiana, que no le interpela verdaderamente sobre su estrategia. Éste es el problema con el que los socialistas vascos volverán a encontrarse al término de su congreso.

La nueva dirección tiene el reto de que el partido llegue entero y preparado a las municipales
El nacionalismo sigue viendo compatible su denuncia de ETA y su estrategia soberanista
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El nuevo líder del PSE buscará la unidad con el PNV frente a ETA

Porque más allá de las gastadas palabras e imágenes unitarias, de los gestos tan sinceros como políticamente inútiles, no hay acuerdo con los nacionalistas en el diagnóstico y mucho menos sobre la solución, muy a pesar del clamor ciudadano que exige a los partidos una unidad de acción, una referencia, un liderazgo sobre el que articular la resistencia. Es como si el nacionalismo en el poder tuviera miedo a admitir la trascendencia del momento presente, a aceptar que lo que está en juego es la libertad misma y la democracia en Euskadi, como si la sacrosanta causa nacionalista le impidiera desviarse siquiera momentáneamente de su rumbo, posponer su objetivo, extraer conclusiones incómodas de la dura realidad. Sin duda, las direcciones del PNV y de EA lamentan la persecución y el asesinato de los representantes de los partidos no nacionalistas pero estos lamentos carecen generalmente de toda trascendencia política, se pierden en el foso de las diferencias estratégicas. Todo lo más, dan de sí un acuerdo de mínimos como el de hace ya un mes, en que los partidos se comprometieron a presentar mociones en los ayuntamientos para exigir a Batasuna que condene la violencia. Ya hay contramociones de la propia Batasuna y está por ver si el nacionalismo democrático es capaz de sustraerse al poderoso influjo del gran fetiche de la autodeterminación. Hay una disociación radical entre la conciencia moral personal y la conciencia política, y tras cada atentado, el lehendakari Ibarretxe sigue invocando a los derechos humanos e interpelando moralmente a Batasuna, como si no cupiera más reacción que la retórica y el testimonio, como si la actuación política consecuente estuviera fatalmente fuera de su alcance. Incluso en estos momentos, trágicos para tantos amenazados, el nacionalismo vasco en el poder cree moralmente compatibles su denuncia de ETA y el mantenimiento de su estrategia soberanista. Se ha visto en las maniobras políticas desplegadas por el PNV y Batasuna que han llevado al Parlamento del Estado norteamericano de Idaho a aprobar el supuesto derecho de autodeterminación de Euskadi. Se verá seguramente en los próximos meses a medida en que se cumpla el programa de movilización de las casas vascas en el extranjero, en el proyectado Congreso Mundial Vasco por la Paz que debe presionar al Gobierno español desde la esfera internacional. A nadie se le oculta, tampoco al nacionalismo democrático, que estas iniciativas, vayan acompañadas o no de la denuncia de ETA, cortacircuitan en cierta medida los efectos del 11 de septiembre, minan el propósito del Gobierno español de aislar a ETA y a Batasuna, ofrecen al terrorismo la pantalla discursiva de una Euskadi sojuzgada en sus derechos, víctima de los Estados español y francés.

El debate se retrotrae al 'diálogo para la paz' y a la negociación política, más o menos encubierta, se articula en torno al proyectado referéndum para la autodeterminación en la confianza nacionalista de que la consulta le aportará un importante capital político con el que negociar ante Madrid.

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La nueva dirección del PSE-EE tiene ante sí un PNV situado en la perspectiva autodeterminista que reclama su concurso para poder aislar al PP. El PNV de Juan José Ibarretxe es un partido en cuyo seno pugnan soterradamente quienes buscan reconstruir la unidad nacionalista al calor de una nueva tregua de ETA y quienes preferirían reeditar con el resto de los partidos democráticos un segundo pacto de Ajuria Enea. Tiene ante sí, de forma más inmediata, el propósito del Gobierno central de ilegalizar a Batasuna, un panorama, por tanto, sumamente explosivo, complicado doblemente porque el nacionalismo democrático está frontalmente en contra de esta media. Tiene ante sí el reto de llegar entero y en condiciones a las elecciones municipales del año próximo, después de un congreso que parece haber cerrado en falso su crisis interna, que no ha resuelto las diferencias internas. Evitar la desmovilización del sector alineado en torno a Carlos Totorika, confortar a los que se juegan la vida por representar al partido, ofrecerles una alternativa realista y un terreno para la esperanza, constituyen las primeras tareas de la nueva Ejecutiva de Patxi López.

Despegados ya de la alianza táctica con el PP vasco, deshecha ya meses atrás, a los socialistas vascos sólo les queda hacerse fuertes contra la adversidad, confiar en sus propias fuerzas, fundirse internamente y depurar sus diferencias hasta convertirse en un bloque duro como el diamante, una roca lo suficientemente sólida como para poder resistir en estos tiempos de tinieblas, a la espera de que lleguen tiempos mejores, en la esperanza de que la imagen unitaria ofrecida ayer ante el palacio del Kursaal por la totalidad de los partidos vascos -el PP se situó en una discreta tercera fila- llegue a convertirse en un verdadero abrazo político solidario entre quienes compartan que la libertad y el derecho a la vida es el fundamento mismo de la democracia y de la vida misma, la cuestión esencial ante la que los proyectos patrióticos y los sueños independentistas quedan, forzosamente, en un segundo plano.El nacionalismo vasco acudió a la concentración contra ETA que los delegados socialistas llevaron a cabo al mediodía ante el palacio del Kursaal en un receso de sus debates. Juan José Ibarretxe y sus consejeros Josu Jon Imaz (Presidencia) y Javier Balza (Interior) sumaron sus manos a las de los dirigentes socialistas y del resto de los partidos políticos vascos que sostuvieron la pancarta del 'No a ETA, ETA ez' durante los 15 minutos silenciosos que duró el acto. Por un momento pareció que los rostros unánimemente graves y cariacontecidos -el PSE-EE es un partido ya demasiado castigado para exteriorizar la crispación- homogenizaban a nacionalistas y no nacionalistas en el dolor por el asesinato de Juan Priede y en la preocupación por los efectos de la campaña de limpieza ideológica que desarrolla ETA. Cualquier observador ajeno habría extraído ayer la impresión de que los partidos vascos están básicamente unidos contra el terror, que componen un bloque sólido frente a la trama asesina. Y, sin embargo, el mensaje enviado implícitamente a la ciudadanía: 'Stop a ETA', 'Todos unidos frente a los criminales', es en gran medida ficticio, destinado a engrosar el largo listado de gestos puramente testimoniales que la política diaria se encarga de vaciar de contenido. El nacionalismo democrático entiende la solidaridad para con los amenazados en el plano del testimonio personal y moral, como un acto piadoso de conciencia, teñido, tantas veces, de moral seudoreligiosa cristiana, que no le interpela verdaderamente sobre su estrategia. Éste es el problema con el que los socialistas vascos volverán a encontrarse al término de su congreso.

Porque más allá de las gastadas palabras e imágenes unitarias, de los gestos tan sinceros como políticamente inútiles, no hay acuerdo con los nacionalistas en el diagnóstico y mucho menos sobre la solución, muy a pesar del clamor ciudadano que exige a los partidos una unidad de acción, una referencia, un liderazgo sobre el que articular la resistencia. Es como si el nacionalismo en el poder tuviera miedo a admitir la trascendencia del momento presente, a aceptar que lo que está en juego es la libertad misma y la democracia en Euskadi, como si la sacrosanta causa nacionalista le impidiera desviarse siquiera momentáneamente de su rumbo, posponer su objetivo, extraer conclusiones incómodas de la dura realidad. Sin duda, las direcciones del PNV y de EA lamentan la persecución y el asesinato de los representantes de los partidos no nacionalistas pero estos lamentos carecen generalmente de toda trascendencia política, se pierden en el foso de las diferencias estratégicas. Todo lo más, dan de sí un acuerdo de mínimos como el de hace ya un mes, en que los partidos se comprometieron a presentar mociones en los ayuntamientos para exigir a Batasuna que condene la violencia. Ya hay contramociones de la propia Batasuna y está por ver si el nacionalismo democrático es capaz de sustraerse al poderoso influjo del gran fetiche de la autodeterminación. Hay una disociación radical entre la conciencia moral personal y la conciencia política, y tras cada atentado, el lehendakari Ibarretxe sigue invocando a los derechos humanos e interpelando moralmente a Batasuna, como si no cupiera más reacción que la retórica y el testimonio, como si la actuación política consecuente estuviera fatalmente fuera de su alcance. Incluso en estos momentos, trágicos para tantos amenazados, el nacionalismo vasco en el poder cree moralmente compatibles su denuncia de ETA y el mantenimiento de su estrategia soberanista. Se ha visto en las maniobras políticas desplegadas por el PNV y Batasuna que han llevado al Parlamento del Estado norteamericano de Idaho a aprobar el supuesto derecho de autodeterminación de Euskadi. Se verá seguramente en los próximos meses a medida en que se cumpla el programa de movilización de las casas vascas en el extranjero, en el proyectado Congreso Mundial Vasco por la Paz que debe presionar al Gobierno español desde la esfera internacional. A nadie se le oculta, tampoco al nacionalismo democrático, que estas iniciativas, vayan acompañadas o no de la denuncia de ETA, cortacircuitan en cierta medida los efectos del 11 de septiembre, minan el propósito del Gobierno español de aislar a ETA y a Batasuna, ofrecen al terrorismo la pantalla discursiva de una Euskadi sojuzgada en sus derechos, víctima de los Estados español y francés.

El debate se retrotrae al 'diálogo para la paz' y a la negociación política, más o menos encubierta, se articula en torno al proyectado referéndum para la autodeterminación en la confianza nacionalista de que la consulta le aportará un importante capital político con el que negociar ante Madrid.

La nueva dirección del PSE-EE tiene ante sí un PNV situado en la perspectiva autodeterminista que reclama su concurso para poder aislar al PP. El PNV de Juan José Ibarretxe es un partido en cuyo seno pugnan soterradamente quienes buscan reconstruir la unidad nacionalista al calor de una nueva tregua de ETA y quienes preferirían reeditar con el resto de los partidos democráticos un segundo pacto de Ajuria Enea. Tiene ante sí, de forma más inmediata, el propósito del Gobierno central de ilegalizar a Batasuna, un panorama, por tanto, sumamente explosivo, complicado doblemente porque el nacionalismo democrático está frontalmente en contra de esta media. Tiene ante sí el reto de llegar entero y en condiciones a las elecciones municipales del año próximo, después de un congreso que parece haber cerrado en falso su crisis interna, que no ha resuelto las diferencias internas. Evitar la desmovilización del sector alineado en torno a Carlos Totorika, confortar a los que se juegan la vida por representar al partido, ofrecerles una alternativa realista y un terreno para la esperanza, constituyen las primeras tareas de la nueva Ejecutiva de Patxi López.

Despegados ya de la alianza táctica con el PP vasco, deshecha ya meses atrás, a los socialistas vascos sólo les queda hacerse fuertes contra la adversidad, confiar en sus propias fuerzas, fundirse internamente y depurar sus diferencias hasta convertirse en un bloque duro como el diamante, una roca lo suficientemente sólida como para poder resistir en estos tiempos de tinieblas, a la espera de que lleguen tiempos mejores, en la esperanza de que la imagen unitaria ofrecida ayer ante el palacio del Kursaal por la totalidad de los partidos vascos -el PP se situó en una discreta tercera fila- llegue a convertirse en un verdadero abrazo político solidario entre quienes compartan que la libertad y el derecho a la vida es el fundamento mismo de la democracia y de la vida misma, la cuestión esencial ante la que los proyectos patrióticos y los sueños independentistas quedan, forzosamente, en un segundo plano.

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