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Pasión y espectáculo en Sevilla

La ciudad vive en Semana Santa la fiesta de los sentidos

Quien se enfrente por primera vez a la Semana Santa de Sevilla ha de tener en cuenta que cuando se suma lo medieval, lo barroco, lo romántico, lo regionalista y lo actual elaborados a la vez por las clases populares e ilustradas, por ortodoxos y heterodoxos, por laicos y clérigos, por creyentes y agnósticos, por individualidades creadoras y colectivos anónimos, se produce el desconcertante pero enriquecedor y complejo fenómeno de que algo sea cierto a la vez que lo es su contrario. No existe una única Semana Santa sevillana -aunque sí existen símbolos que la representan por entero: las imágenes y pasos del Gran Poder, Esperanza Macarena, Cachorro, Amargura, Valle, Pasión o Silencio-, y por tanto es imposible que una única definición dé razón de ella. Aunque es posible introducirse en su extraordinaria complejidad, y vivirla gozándola.

A lo peor, la mezcla de incienso y de humo de churros, de lágrimas y de bromas, de silencios y de risas, de calles oscuras por las que discurren severos cortejos negros a la luz de los cirios y de calles iluminadas con bares repletos de multitudes felices y ruidosas hacen pensar al visitante que una de las dos cosas es falsa: o la emoción y la severidad es fingimiento, o la alegría es transgresión. No es así. Esto no es Castilla. Y en los símbolos mayores de la Semana Santa -el severo Gran Poder y la exultante Macarena- están representados estos extremos sólo aparentemente irreconciliables. Ambos son formas distintas de sentir y expresar lo mismo: que la ternura y el sufrimiento de Dios (Gran Poder) han hecho posible la esperanza (Macarena) para todos los hombres.

Lo más grandioso de la Semana Santa de Sevilla, lo realmente sorprendente y singular, es su capacidad para expresar este contenido religioso visual y sensorialmente, de tal forma que todo aquel que participe en ella, o realmente sepa contemplarla con la disponibilidad emocional que toda comunicación estética exige, sienta en sí mismo -más que comprenda- el núcleo del misterio religioso (sin su restrictiva dimensión formal-clerical) que la Semana Santa celebra. A muchos desconcierta la sensorial sensualidad de esta fiesta. Explota en ella lo sagrado y nos llega a través de todos los sentidos: la vista, evidentemente, pero también el tacto, con la caricia del aire tibio y el roce de los ruanes, terciopelos, rasos y merinos de las túnicas de los nazarenos; el oído, con el murmullo o los aplausos de la multitud, las marchas procesionales, el tintineo de los palios de las vírgenes, el crujido de los pasos de los cristos, las voces de los capataces, las saetas, y el olfato, en flor de azahar todos los naranjos, rodeados de nubes de incienso los pasos, denso el aroma de las flores que los adornan, dulzón el peculiar olor tibio de las docenas de cirios que arden ante las vírgenes.

En la Semana Santa sevillana siempre ha sido muy importante la catarsis popular que identificaba -especialmente desde finales del siglo XIX- a los oprimidos con el bondadoso hijo del carpintero condenado por los poderes temporales (Pilatos y Herodes) y religiosos (Anás y Caifás). Las letras de las saetas lo han expresado con rotundidad, y el escritor Núñez Herrera llamó al Gran Poder 'Dios fuerte y honrado de los trabajadores', diciendo de él que 'aún lleva este Cristo sobre sí las briznas de la carpintería de José y el dolor antiguo de los proletarios'. Esta dimensión no se ha perdido. Se puede ver en el emocionante ritual popular del besamanos del Gran Poder, que tiene lugar en su basílica de la plaza de San Lorenzo desde el Domingo de Ramos hasta el Martes Santo, o en la procesión del Cautivo, que desde el moderno barrio del Tiro Línea avanza hacia el centro como si sus nazarenos y las mujeres que van tras el paso acompañaran a un Jesús con aire de joven revolucionario que aun preso se yergue desafiante frente a sus poderosos captores. Esta dimensión liberadora se mezcla con la antigua devoción a las imágenes y la vertebración símbólico-urbana de la ciudad obrada por las hermandades -como si fueran la sevillanización de los nuevos barrios crecidos desde los años sesenta o la resurrección de los antiguos perdidos por la especulación desarrollista- para hacer de la Semana Santa algo que parece imposible pueda existir a principios del siglo XXI: una fiesta sagrada y viva.

Voluntades y multitudes

La Semana Santa es una fiesta viva, que involucra lo más íntimo de las memorias personales y familiares, lo más resguardado de las conciencias y los afectos, pero también lo grupal de barrios y hermandades, y lo colectivo de una ciudad que se paraliza y moviliza durante una semana. Por ello, este rico, complejo y contradictorio fenómeno ha entrado en el siglo XXI fundamentando vidas (como experiencia personal, religiosa y sentimental), vertebrando la ciudad (como experiencia grupal y colectiva), moviendo voluntades (existen 56 cofradías que aglutinan a unas cien mil personas, acaban de nacer media docena y hay otras en gestación), congregando multitudes (colapso del casco histórico), interpelando al mundo intelectual, universitario y mediático, moviendo enormes sumas de dinero (hostelería, mantenimiento de talleres artesanos), promoviendo acciones de solidaridad (la dimensión asistencial -con sentido moderno- cobra cada día mayor importancia en las hermandades) y convirtiéndose en el mayor movimiento religioso de la diócesis de Sevilla. A ello hay que añadir que la Semana Santa es un impresionante legado artístico de bordados, orfebrerías, tallas, músicas y esculturas que se ofrece vivo, en las calles, conservando, además del histórico, el valor de uso.

Organizada, montada y protagonizada por los sevillanos en primera instancia para ellos mismos, sufragada por las aportaciones de los miembros de las hermandades y por quienes pagan altísimos precios para presenciar los desfiles en las sillas y palcos situadas en la carrera oficial (recorrido que va desde La Campana hasta la catedral a través de la calle de las Sierpes, la plaza de San Francisco y la avenida de la Constitución, por el que cada día pasan, ordenadas por antigüedad, todas las cofradías), la Semana Santa es lo contrario de una repetición ritual de algo pasado o de una celebración organizada por la autoridad -civil o religiosa- para ser únicamente contemplada por los ciudadanos: es viva y participativa. Hasta tal punto, que no existen actores (los penitentes o los costaleros que llevan los pasos) y espectadores (quienes los contemplan), sino que todos crean una gigantesca representación colectiva.

El culto a las imágenes

El culto privado y público a las imágenes que representan pasajes de la pasión es el origen de las hermandades que han creado la Semana Santa de Sevilla. Por tanto, su origen se remonta al concilio de Nicea (siglo VIII), ya que la encarnación de Dios en Jesús Nazareno permitió que allí se afirmara el culto a las imágenes frente a los iconoclastas. Desde ese origen, el proceso de conformación de la fiesta sevillana es indisociable de la historia política, económica, social y artística de la ciudad, en un extenso arco temporal que va desde el final de la Edad Media (la tradición quiere que la hermandad más antigua actualmente existente, la del Silencio, fuera fundada en 1340) hasta hoy, atravesando tres estaciones decisivas ligadas a momentos de transformación de la ciudad: en los siglos XVI y XVII, en coincidencia con el auge de la Sevilla americana, se define el modelo iconográfico sevillano, establecido por imagineros como Andrés y Francisco de Ocampo, Martínez Montañés, Juan de Mesa, Pedro Roldán o Francisco Antonio Gijón; en la segunda mitad del siglo XIX, con la ascendente burguesía, y en los primeros treinta años del siglo XX, en el marco de la expectativa de la Exposición de 1929.

Todo se ha mantenido gracias al poder de las imágenes. Si el viajero quiere saber de verdad qué es la Semana Santa de Sevilla, ha de entrar en los bares y ver sus fotografías presidiéndolos; ha de visitar los grandes almacenes y fijarse en cómo están pegadas en las cajas registradoras. La vinculación vital y devocional con las imágenes no ha conocido desfallecimientos en Sevilla en los últimos cuatrocientos años. Baste saber que las que congregan mayor devoción son todas del siglo XVII, con el Gran Poder (1620) y la Esperanza Macarena (probablemente de finales del XVII o principios del XVIII) a la cabeza.

Los sevillanos tenían antaño la costumbre de visitar al cristo de la iglesia de San Esteban antes de salir de viaje. En 1926 se fundó la hermandad de San Esteban, cuyas túnicas azules rodean en la foto a tres jóvenes.
Los sevillanos tenían antaño la costumbre de visitar al cristo de la iglesia de San Esteban antes de salir de viaje. En 1926 se fundó la hermandad de San Esteban, cuyas túnicas azules rodean en la foto a tres jóvenes.DEAN MICULINIC

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