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Columna
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El súmmum

Las grandes ideologías, las teorías científicas o las religiones casi nunca necesitaron practicarse en multitud, salvo en los momentos de crisis. Las ideologías nacían entre unos cuantos, se extendían masivamente y se ejercían en pequeños grupos o por medio de las lealtades individuales. Las teorías científicas se construían en una habitación, como mucho en un laboratorio, y se comunicaban por revistas, libros de texto o en aulas académicas. Algunas religiones necesitaron catacumbas, leones y mártires para dar los primeros pasos, pero luego se practicaban en reuniones de iglesia o simplemente leyendo el Libro. Sin embargo, la decadencia de estas ideologías colectivas, que reunían a pocos porque se sentían unidos a muchos, está desatando la fiebre de las grandes concentraciones de gentes.

Los años ochenta fue la década de los congresos. Funcionarios de partido, trabajadores de la ciencia y religiosos de base, se lanzan a los congresos para sentirse juntos, sustituir las ideas por emociones de contacto y perseguir nuevas cosas en las que poder creer. Al final se hacían congresos con enfermos, con damnificados o hasta con decanos de facultades universitarias. Llega a convertirse en negocio turístico, las ciudades persiguen su organización y construyen lujosos palacios de congresos, donde existen servicios de atención, bares y diversos medios audiovisuales para facilitar la comunicación entre los que buscan ideas nuevas. Aparecen las listas de espera para poder utilizarlos. Como es sabido, algunos profesionales consiguen recorrer el mundo saltando de un congreso a otro. El congreso se convierte en negocio, aunque su frecuencia excesiva comienza a producir anestesia en los participantes.

Por eso, a finales de los noventa, se pone de moda la cumbre, el súmmum, el no va más, el congreso de congresos. Es algo tan importante que, por fuerza, algo bueno tiene que conseguir. Ya no cabe en un simple palacio de congresos, necesita la ciudad entera, todos los hoteles, calles cortadas y servicios muy especiales. Los medios audiovisuales se ven sustituidos por carpas inmensas de periodistas con alta tecnología de comunicación. Las amables azafatas se convierten en agentes del orden, soldados y seguridad privada. Hasta el botiquín de urgencias para las lipotimias se transforma en prevención armada por cielo, mar y tierra para preservar la salud de los asistentes. Es la cumbre, la gran esperanza de nuestro futuro. Es más, una ciudad sin cumbre no es nada, apenas un lugar sin nombre y hasta muchos ciudadanos se sienten orgullosos de haberla sufrido.

No hay cumbre que se precie sin manifestaciones paralelas. Es cierto que las manifestaciones ciudadanas son dignas actividades democráticas, con valores añadidos sobre el simple acto de votar cada cuatro años. Pero la manifestación de las cumbres es una actividad social paralela que realza su existencia. También los congresos tenían un programa social para los acompañantes, que otorgaba categoría a la organización.

Estamos inaugurando una nueva ley social. Cuando las ideas mueren, los políticos necesitan encumbrarse. Son las cumbres borrascosas de nuestra sociedad.

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