El baile de Ana
A la hora de vender el producto, los responsables de Ana y los siete (lunes, La Primera de TVE, 22.00) osaron referirse a Sonrisas y lágrimas y Pretty woman. Pues bien: el resultado se acerca más a una mala copia de La niñera (la serie que puede verse cada día en Antena-3 y en Fox, de Canal Satélite Digital, envuelta, eso sí, en el siempre eficaz mito de la doble vida, que tanto sirve para inspirar un Batman como una Belle de jour, aderezado con vinagre Pigmalión sabor picaresco.
Más allá de las referencias, que sitúan a la Obregón a años luz de Julie Andrews o Julia Roberts, la serie, escrita para lucir el talento de su prota, es el relevo natural al costumbrismo de Lina Morgan en versión siglo XXI. Tras su inolvidable presencia en El patito feo, Obregón vuelve a la ficción y, cuando consigue dejar de ser un volcán de frivolidad en erupción, destila cierta facilidad para la comedia, la misma que ya demostró en, por ejemplo, Policía, donde compartía protagonismo con Emilio Aragón, una película injustamente vilipendiada por la crítica.
Ana y los siete no aporta nada: va a remolque del clásico guión de entretenimiento, con antagonismos sexuales y sociales, secundarios chungos, humor del tipo: '¿Universidad de Ginebra? ¿Y qué os enseñan allí, a hacer cubatas?', en el que abundan situaciones que propician esa ternura de bote que tan bien queda en televisión, sobre todo cuando hay niños de por medio. Sus responsables han tenido la delicadeza de no incluír risas de lata, quizá porque no habrían sabido donde colocarlas ni las necesitarán para tener audiencia.
En la mayoría de las escenas sale la niñera-bailarina Obregón, a veces enfundada en unos uniformes ideados para controlar a los siete hijos de un banquero viudo y otras fardando de una atómica guardarropía y de este prodigio también conocido como cuerpo, en el que, desoyendo las leyes de la física, lo que debería bajar sube.
Ustedes me dirán que este comentario es machista, pero la serie también lo es: juega con las expectativas erótico-festivas de la protagonista para ganarse, por un lado, al público masculino más primario con su expansiva expresión corporal y, por el otro, ganarse la fidelidad del ojo crítico de las señoras, que, a cambio de soportar su discordante tono de voz, tienen la satisfacción de ir detectando las más de siete diferencias entre la Obregón actual y la de cuando los años todavía pasaban en balde tanto para ella como, ahí duele, para nosotros.
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