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El Estado aconfesional

Han pasado casi veinticuatro años desde aquel 6 de diciembre de 1978 en que los españoles aprobamos una Constitución. En ella se manifestaba que 'ninguna confesión (religiosa) tendrá carácter estatal' (artículo 16). Así leído parece una simple cuestión de sentido común y, sin embargo, supuso un cambio radical en un país habituado, durante cuarenta años, a que la Iglesia católica sacara en procesión a Franco, el dictador, antaño rebelde, bajo palio, siempre que la ocasión lo propiciara.

Una esperaba que, a partir de entonces, cierta neutralidad fuera implantándose en el ámbito de lo público para adecuar los comportamientos a la nueva norma. Pero algo debe haberse interpuesto para impedirlo, un Concordato quizás, firmado para dejar las cosas lo más parecido a como estaban. Demasiados hechos chirrían últimamente -profesoras de religión despedidas por causas ajenas a su actividad docente (a pesar de que el cardenal Rouco sostiene, aunque pocos se lo creen, que se trata de una asignatura científica y no de una catequesis), ecónomos de arzobispados resisitiéndose a entregar la contabilidad a los jueces al amparo de un supuesto blindaje derivado del Concordato (que de ser cierto podría declararse anticonstitucional), colegios subvencionados que se niegan a aceptar una niña musulmana que quiere cubrir su cabeza- y ponen en evidencia desajustes en ese engranaje artificioso entre la Iglesia y el Estado. Al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios. ¡Cuánta sabiduría en tan pocas palabras!, y qué mal se lleva a la práctica.

Que nadie interprete estas líneas como una posición contraria a las religiones. Nada más lejos de mi intención. Cada cual debe intentar encontrar consuelo a la angustia existencial de la mejor manera posible, los católicos, los protestantes, los musulmanes, los judíos, los budistas, los testigos de Jehová, y también los agnósticos y los ateos, que practican a su modo. Pero es una cuestión que atañe a la conciencia individual. No tiene por qué salir del ámbito de lo privado. El Estado no debería intervenir para alentar o desalentar una creencia, ni para favorecer su difusión, o prohibirla, o perseguirla -suficiente experiencia histórica tenemos al respecto- siempre que se respeten las reglas de una convivencia pacífica. Así entiendo un Estado aconfesional, y así lo acepto. Entonces, ¿por qué en los impresos para el pago del Impuesto sobre la Renta sólo se da opción a asignar un 0,5239 % de la cuota impositiva para el sostenimiento económico de la Iglesia católica o para fines sociales, y no se menciona la posibilidad de asignarlo a otras confesiones? ¿Son las escuelas públicas, financiadas con los impuestos de todos los ciudadanos, el marco adecuado para la enseñanza de la religión o, peor aún, de una sola religión, la católica? La sociedad española está evolucionando a un ritmo vertiginoso, y si bien los católicos representan el colectivo mayoritario -cada vez menos practicante- existen otras confesiones con una presencia significativa que merecen el mismo trato y respeto.

La comunidad musulmana ha expresado su deseo de que en las escuelas públicas se enseñe el Corán a los alumnos islámicos, con profesores financiados por el Estado. Lógico. ¿Acaso no pagan sus impuestos en España? El problema de la enseñanza religiosa, de serlo de alguien, es de los padres, responsables de la educación de sus hijos. Tal vez deba considerarse la posibilidad de que las clases de religión se impartan en las parroquias, en las sinagogas, en las mezquitas, al margen del sistema de enseñanza público que debiera ser laico. Se evitarían los problemas a los que conduce la confusión Iglesia-Estado actual. Pero me temo que las cosas no van a ir por ahí.

A finales de febrero el cardenal Rouco fue reelegido presidente de la Conferencia Episcopal Española. Le faltó tiempo para reclamar que se elevara el rango de la asignatura de religión -evaluable pero no computable para la nota media ni para la selectividad- y señaló también la necesidad de reformar los acuerdos Iglesia-Estado de 1979. Es más, anunció su mejora 'en favor de la Iglesia', al parecer resultado de una negociación avanzada con el Gobierno, aunque nadie hubiera dado cuenta de ello y, por supuesto, ignorando al resto de confesiones. Es previsible que el proceso de alejamiento de la sociedad en que la Iglesia católica está inmersa se intensifique, ante esa falta de disposición a adaptarse a los tiempos, y perder privilegios del pasado, hoy injustificables.

Un ejemplo de ese extrañamiento es el interés por elevar a los altares a la reina Isabel la Católica, que tan mal uso hizo de su apodo, al expulsar a miles de familias judías de España, o exigirles una conversión hipócrita a cambio de permisos de residencia, por no mencionar su apoyo al tribunal de la Inquisición de quien nadie recuerda nada bueno. En definitiva, una gobernante que llevó la desgracia a muchos de sus súbditos e hizo alarde de una intolerancia cruel al servicio de sus intereses políticos. La reina Isabel de Castilla se identifica, precisamente, con el Estado confesional. Me pregunto si el empeño de los obispos por esta beatificación obedece a la nostalgia.

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María García-LLiberós es escritora

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