Lady orangután
Acudí lleno de emoción a la cita con la reina de los orangutanes. La gran dama de los simios rojos conjuraba para mí un mundo excitante de selva, cazadores de cabezas, orquídeas, rajás y gutapercha. Me detuve un momento a la puerta del hotel Colón para serenarme mientras recordaba, absurdamente, aquella frase de La locura de Almayer, la primera novela de Conrad, que transcurre en Borneo: 'Un hombre ocupado en contemplar la ruina de su pasado en el amanecer de nuevas esperanzas no debe tener hambre aunque su arroz esté a punto'.
La primatóloga Biruté Galdikas, de 55 años, me estudió con un desapego científico en la mirada que hubiera molestado a alguien menos entregado que yo a la causa de los grandes monos. Biológicamente ella también es un especimen interesante, como demuestran su apellido y su trayectoria: canadiense de Toronto, es descendiente de lituanos, estonios y griegos, se ha casado en segundas nupcias con un dayak, ha pasado media vida en Borneo, tiene pasaporte indonesio y afirma con contundencia: 'Nací para estudiar a los orangutanes'.
Biruté Galdikas ha consagrado su vida al estudio y la conservación de los orangutanes, los grandes y melancólicos simios rojos
Galdikas, que dio el pasado martes una conferencia en el Museo de la Ciencia de la Fundación La Caixa, forma parte de la gran tripleta de las primatólogas, un tridente de coraje y paciencia amamantado por el viejo paleontólogo Louis Leakey y que se completa con Jane Goodall -chimpancés- y la finada Dian Fossey -gorilas-, nada menos.
En fin, ahí estaba ante un café con leche Mem Putih, 'la mujer blanca', la raní de Tanjung Puting, la madre de todos los orangutanes. Se me amontonaban las preguntas en la cabeza y dudaba sobre si enseñarle a la naturalista el cráneo de tejón que llevo en el coche, para impresionarla, o comentar con ella el hallazgo el lunes en un lago de Kenia de una joven inglesa devorada a medias por los cocodrilos. Puse en orden mis ideas y le espeté la primera cuestión: ¿por qué parecen tan tristes los orangutanes? 'Bueno, no son demasiado emotivos y eso les da una expresión melancólica; son tranquilos y pacíficos'. Recordé el dibujo impresionante de uno de esos simios mordiendo en el pecho a un dayak que ilustra los relatos del botánico Odoardo Beccari, y señalé a Galdikas que Norman Lewis, sabio y experimentado viajero, recalca 'la razonable necesidad de cautela al acercarse a un orangután salvaje, capaz de romperte un brazo'. Pareció tomárselo como algo personal: 'Quizá pueda atacar un orangután que haya estado cautivo, pero no es en absoluto normal'. Cambié de tema y le pregunté por qué se había embarcado en el estudio de los grandes monos rojos. 'No fue una decisión consciente. Sencillamente, me fascinaban. Había algo que reconocía en sus ojos, algo que me aludía, una afinidad.También estaban el encanto y el misterio de Asia'.
Galdikas escribe en su bellísimo y emocionante libro Reflections of Eden. My years with the orangutans of Borneo (1995) que los orangutanes son los únicos de nuestra familia que no han abandonado el paraíso. Allí, en las selvas pluviales y primigenias de Borneo y Sumatra, me explicó, a los machos se les tiene por fantasmas -y eso que no hay orangutanes blancos como Copito-. 'Es porque no hacen ruido al caminar: apoyan la parte externa de la pata, carnosa, y eso los hace muy silenciosos, espectrales. Yo a veces casi chocaba con ellos porque no los veía, y luego desparecían en la nada'. En la niebla quizá, como los gorilas de la Fossey. 'Dian era muy airada, pero también muy divertida, y tenía tanta energía; su asesinato fue un golpe brutal'. Ella, Biruté, también ha corrido riesgos por proteger a sus monos: con los taladores ilegales que están esquilmando la selva. Hasta ha tenido al enemigo en casa, pues la familia dayak de su marido encuentra deliciosos a los orangutanes -dicen que el excelente sabor se debe a que comen mucha fruta-; en cambio para ellos es tabú comer macacos, qué cosas.
Hablando de cazadores de cabezas y de su uso como tropas de choque por los Brooke, los rajás blancos de Sarawak, traje a colación a Salgari. Para mi sorpresa, Galdikas me dijo que no había oído hablar jamás de él, ni de Sandokán. Le hice un resumen rápido y apasionado de las aventuras de los piratas de Mompracem. A cambio ella me explicó la historia del hijo medio dayak de Charles Brooke y el misterio de su desaparición en Canadá.
Como ya habíamos intimado bastante le pregunté si no creía que el hecho de que las mujeres sean tan buenas estudiando a los grandes monos se debe a que han ganado mucha experiencia observándolos en casa. Se río de buena gana, pero lo achacó más bien a que las científicas han tenido más tiempo para dedicarlo al trabajo de campo que sus colegas masculinos, preocupados fundamentalmente en hacer carrera académica.
Le dije que envidiaba su vida en la selva en Kalimatan, pero que me parecía que hacía falta mucho valor para aguantarla. 'Es un entorno difícil. He sufrido de parásitos, fiebres misteriosas, malaria, dengue y tifus'. Pero debe de ser muy hermoso. 'La belleza de la selva pluvial es sutil, te va empapando; es como una mujer corriente que, cuando le da la luz de determinada manera, aparece extraordinariamente bella'. Y es un lugar lleno de cosas extrañas y sorprendentes, la animé, pensando en las pitones, la apestosa rafflesia, el alcaudón calvo de bosque, las mariposas de Stein y el tardío heroísmo de Tuan Jim. 'Sí'. El tiempo se espesó a nuestro alrededor. 'Una vez, se me acercó un orangután macho adulto. Se quedó de pie al alcance de mi mano. Entonces lanzó una llamada, un sonido potente cuyas vibraciones reverberaron en mi cuerpo. Me dejó atónita, temblando. Fue una experiencia intensísima. Como estar ante Dios, ante una fuerza elemental y profunda de la naturaleza'.
Pero los orangutanes están al borde de la extinción. ¿Lo saben ellos?, ¿comprenden que se acaban? 'Es una pregunta interesante. Es probable. Se dan cuenta de que algo ocurre, de que la selva desaparece'. Nos invadió una profunda tristeza; más tangible la suya, pues al cabo se trataba de la pérdida de algo propio. Quise cogerla de la mano, como hacían los gorilas en la película de Sigourney Weaver pero mi gesto fue muy torpe y volqué un vaso de agua sobre mis apuntes. La selva y sus orangutanes se disolvieron ante mis ojos en una espesa e irremediable niebla de tinta azul.
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