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Columna
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Olimpo

Viajaba hacia el Olimpo por la carretera que cruza la llanura de Tesalónica, cubierta de frutales floridos, cuando me sorprendió un atasco producido por un accidente de tráfico. Después de una hora de retención vi que un camión de gran tonelaje cargado de fresas había aplastado a varios coches y, por encima de la enorme confusión de ambulancias y grúas de bomberos, de pronto, apareció muy limpia la cumbre nevada de ese monte donde habitaron los dioses. Por muy intensas que fueran en su tiempo las pasiones de Zeus y sus compinches no creo que causaran nunca un caos semejante al que había organizado al pie de su mansión la embestida de este volquete. El zumo de las fresas que manaba de las cajas a causa del golpe se confundía con el caudal de sangre de algunos muertos que sacaban los brazos entre cristales rotos y en este caso esa fruta machacada creaba sobre las chapas retorcidas de los automóviles el esplendor de la tragedia moderna. Mi interés por subir al Olimpo se debía a que allí, según me dijeron, hay un restaurante que ofrece una ensalada griega con un surtido especial de aceitunas, entre las cuales están las de Kalamata del Peloponeso, las mejores de este mundo, de modo que, dejando abajo el destino de los mortales teñido a medias con la sangre propia y la de fresa, ascendí por una ladera, que antiguamente fue divina, hoy cubierta de pinos arruinados por la lluvia ácida, hasta alcanzar un refugio en forma de balcón sobre el abismo. Abajo se veía toda la curva del golfo de Tesalónica y las colinas de Vergina que albergan la tumba de Filipo, padre de Alejandro el Magno. Tenía arriba el doble pico nevado del Olimpo y en el plato, la misma ensalada que ya degustaron los reyes de Macedonia. Como me sentía muy cerca del nido de los dioses antiguos creí interesante comunicárselo por teléfono a los amigos. Traté de utilizar el móvil, pero el cacharro estaba muerto. En el Olimpo no había cobertura. Tal vez las pasiones de Zeus habían dejado un aura muy densa en esa cima hasta convertirla en el agujero negro de la historia. Quise intentarlo de nuevo. Marqué el número del Café Gijón para participar desde allí en la tertulia y esta vez, al otro lado, de forma milagrosa, sonó la voz del cerillero. 'Alfonso, di a los de la mesa que estoy en el Olimpo'. Me preguntó: '¿Qué haces en un sitio tan raro?' Le contesté : 'De momento estoy comiendo aceitunas como un tordo'. Dicho esto se cortó definitivamente la comunicación. Desde el Olimpo sólo se oía ya el sonido de las ambulancias.

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