Una cura para la melancolía
El cuerpo funciona en tiempo presente. Recoge aire, expulsa anhídrido carbónico; come, bebe, asimila, elimina. La salud, definida de manera arbitraria, es el buen funcionamiento de estos circuitos.
De idéntico modo, creo que empecé a escribir por una necesidad de la fisiología de mi espíritu y de mi cuerpo, por una necesidad de ese amasijo inmaterial y material que soy yo: pareciera que, en mi caso, y para completarse, las ideas y las emociones tuvieran que convertirse en enunciados mentales y de ahí pasar a la mano, a la pluma, al papel. Así como ciertos organismos requieren la administración periódica de un medicamento que regule algún proceso, mis percepciones necesitan dar la vuelta por el reposo de la palabra escrita para revelarme nuevas posibilidades, contradicciones y visiones.
Tan pronto pude sostenerlos, mi padre puso libros en mis manos y me dio lápices y papeles. Fue su manera de enseñarme lo que más amo, el silencio. Ese silencio que conocí en el éxtasis de la lámina y mientras la punta del lápiz aprendía a obedecerle a mis intentos, todavía sin saber las letras.
Este atavismo -de un Darío que me cuentan, no de alguien a quien recuerde- acaso explique mis apegos y deleites con la parte instrumental de la escritura: me gusta estar aquí donde estoy, en mi mesa a 12 pisos sobre el nivel de Bogotá, a mi izquierda el cerro de Monserrate, verdeamarillo a las tres de la tarde de este domingo, mi pluma fuente en la mano, al frente mi libreta de taquigrafía, el frasco de tinta siempre abierto, no lleno el tanque de la pluma, prefiero mojarla periódicamente en el tintero. Escribo, me devuelvo, tacho, reescribo, intercalo en el reverso de las hojas, me detengo, cierro los ojos, releo la frase, le persigo el ritmo, tacho, otra duda, el diccionario, la palabra, el verbo, sonrío, me distraigo en el mar luminoso del silencio, regreso, repaso, continúo.
Otras veces trascribo al computador ciertas libretas que llevan al menos un año de reposo. Copio en permanente pelea con el manuscrito, me río solo, me burlo de mí, del dueño de la pluma y del que ahora teclea. Soy un aprendiz aplicado que quisiera hacerlo cada vez mejor y sólo el humor conmigo me alecciona con la evidencia de que nunca voy a aprender. Y necesito hacerlo. Y lo gozo. Escribir como cura para la melancolía y sus amenazas, contra el tedio y sus abismos, como detonante -y atenuante- de la dicha inmotivada. Voy siempre sin plazo, voy siempre a mi velocidad, lo esencial consiste en que no se sienta el tiempo.
Disfruto en esta actividad más que en ninguna otra. La gozo en tiempo presente, como se disfruta el aire. Como al aire, también la necesito para completar mis procesos mentales y emocionales, para conocerme. Como la necesidad misma del aire, escribo porque si no, me reviento.
No busco certezas. No creo que el conocimiento de uno mismo sea acumulativo. Cada percepción pareciera tener la virtud de anular las anteriores, de dictarnos la lección de empezar desde cero a cada instante. Escribir a la manera de un proceso fisiológico que cumple una función necesaria, significa que se trata de una actividad que se justifica por sí misma, por la satisfacción de la necesidad, sin contar con el placer que produce, placer en tiempo presente; el placer de la búsqueda de la palabra, del ritmo; el placer de la imaginación, siempre más real que la vida cotidiana, también más laberíntica, más juguetona; el placer de inventar mundos, el placer misterioso e iluminante de la poesía.
Apasionado por la lectura, desde la adolescencia tuve conciencia de mi necesidad de conocerme y de fijar mi mundo en la escritura. Mi insulina. Tengo ahora 54 años y nunca la escritura ha sido mi profesión. Pero repaso a los varios que he sido -el empleado, el profesor, el comerciante- y siempre ese individuo que se ganaba el dinero en territorios distintos al silencio, encontraba las horas para recoger todas las partes de sí mismo que podía, para buscar, entonces, sin prisas ni plazos, el hechizo de la poesía, la reacción de un personaje de novela que actúa por sí mismo, sin que yo, el escritor, pueda controlarlo.
Con cada texto, poema o novela, mantengo una relación interminable de revisiones, relecturas y correcciones. En principio nunca los doy por terminados. Juego con ellos como, cuando niño, jugaba con un carrito, y jugaba y jugaba con él hasta cuando se le caían todas las cuatro ruedas. Es un remolino que se interrumpe con la publicación. Ahí los abandono y pasan a ser de otros. Ésa es la ventaja de editar, deshacerse de un fardo para cargar otro, interminable, viciosamente. Contraria a la empecinada voluntad de aislamiento y de silenciosa búsqueda, la publicación acaso sea un precio a cargo del anonimato, que bien merece pagarse por el alejamiento del texto que significa y por el placer, siempre en tiempo presente, siempre justificado en sí mismo, de la escritura.
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