La Europa del cómo
La incordiante pregunta está estos días en Barcelona, ante nosotros: ¿quién manda en Europa? Eso es lo que va a discutir esta convención que preside el ex presidente francés Giscard d'Estaing. Oiremos, pues, durante un año interpretaciones que son perfectamente predecibles: para unos, en Europa mandan los Estados; para otros, la Comisión, que muchas veces se ve como un gobierno en la sombra; algunos desearían más papel para el Parlamento Europeo, cuyo fallo es que no se sabe muy bien para qué sirve. Finalmente, los radicales -que, por cierto, cada día son más- creen que en Europa mandan los mercaderes, es decir, los que hacen del intercambio comercial la razón de vivir y la razón de ser de Europa.
Muy pocos -ésa es la cuestión- caen en la ingenuidad de responder a esa indiscreta pregunta que en Europa mandan los ciudadanos, que es lo que, en teoría, sucede en las sociedades democráticas. Seguramente es que los ciudadanos, pese al equilibrio representativo que aún se mantiene, mandan muy poco y son perfectamente realistas, es decir, saben que la democracia no se come, como máximo subvenciona. Posiblemente todos tienen razón. Europa es una construcción semiimaginaria cuya máxima gracia es que ahí convergen toda clase de intereses, incluidos los más opuestos. Lo cual llevaría a una nueva definición: Europa es pacto, pacto constante, y ¿qué es la democracia sino un pacto perpetuo?
Lo que importa, pues, es cómo hacer ese pacto. Y quién dispone de la voz más fuerte. Lo que importa es el cómo: el método, o el procedimiento. Se lo oí decir hace tiempo a Emma Bonino y entonces me sorprendió porque las reglas democráticas parecían claras. Ahora, a la vista del alcance de altavoces y métodos como, por ejemplo, los de Berlusconi -europeo malgré lui- los procedimientos cobran una dimensión decisiva. Europa, pues, es un cómo. Un cómo seguir viviendo sin matarnos unos a otros, sin pisotearnos, sin quitarnos el pan o el aliento. Una voz, un voto; iguales ante la ley; libertad de opinión. Vive y deja vivir.
Pero si eso fuera tan fácil, no estaríamos ahora discutiendo sobre quién manda en Europa, ni estarían en Barcelona los gobiernos democráticos intentando llevar al ascua a su sardina. Porque, para muchos, Europa es un maná, una lluvia de dinero que repartir. Dinero, por cierto, que sale de nosotros mismos, los europeos. Dinero que da fe de que existimos, por si alguien lo dudaba. Así que Europa existe y es una contradicción ambulante que dice construir un futuro por el procedimiento del crecimiento sostenible, lo cual puede ser, en sí mismo, un oxímoron. Pero esa enorme ambigüedad es justamente la que nos muestra la necesidad de dejar atrás el pensamiento lineal, dual, y avanzar por un pensamiento complejo -o en red, como ahora se dice- para entender no sólo quién manda en Europa, sino a nosotros mismos.
Hace pocos días asistí a un debate sobre el reto europeo del crecimiento sostenible del que se hablará en el Consejo de Barcelona, y uno de los expertos que intervenían citó a esa novísima escuela que aboga por desmaterializar la economía y crecer sin ocupar territorio. Lo cual dibuja un horizonte hecho de individuos inteligentes que viven del mero intercambio de conocimientos. No sé si Europa puede ser esto, pero lo que sí es seguro es que seguiremos sin entender nada si todos -sin excepción- no nos volvemos más listos y asimilamos nuevos hábitos que nos permitan afinar en los procedimientos. El cómo es lo que importa. Un cómo decisivo en el diseño no tanto de Europa como del europeo del futuro. Por todo lo cual, no sería nada raro que pronto -la necesidad manda- empezásemos a hablar de la Europa de los psicólogos. Detrás de la pregunta ¿quién manda en Europa? hay nada menos que un nuevo tipo de individuo. Esperemos que sea humano.
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