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Columna
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Los árboles y el bosque

En el reino de la naturaleza no existe la libertad. Existen el azar y la necesidad, pero no la libertad. La libertad sólo existe en las sociedades humanas. Somos libres porque y en la medida en que vivimos en sociedad, es decir, en la medida en que sustituimos las leyes de la naturaleza por normas convencionales creadas por nosotros mismos a las que tenemos que ajustar nuestra conducta. La libertad es, por tanto, el ejercicio de la autonomía personal con el límite de la voluntad general, de la ley. El límite, la ley, es un elemento constitutivo del concepto de libertad. Somos libres porque nos ponemos límites. Sin límites regresamos inexorablemente a nuestra condición exclusivamente animal o, mejor dicho, a la prevalencia de la animalidad sobre la sociabilidad.

No es aceptable que se pueda imponer casi el estado de sitio en determinados lugares para impedir el 'botellón' y que se permita que el éxtasis corra por un polideportivo como si tal cosa

Por eso es importante que las leyes estén, en primer lugar, bien hechas y, en segundo, que se cumplan espontáneamente o que se hagan cumplir cuando ésto no ocurre.

Cuando las leyes están bien hechas, los ciudadanos suelen ajustar su conducta a lo que en ellas se dispone. Es lo que ocurre con la casi totalidad de las normas que existen en todas las sociedades democráticas. Si así no fuera, la convivencia sería imposible. De acuerdo con los cálculos de la sociología jurídica, un Estado perfecto, en el que todos los miembros de las fuerzas y cuerpos de seguridad y todos los jueces tuvieran una dedicación y abnegación absolutas, es decir, un Estado que no existe, únicamente podría imponer de manera coactiva entre un 3% y un 5% de las normas que integran el ordenamiento jurídico. Los sociólogos comparan el aparato coactivo del Estado con las reservas líquidas de las que los bancos disponen para atender la retirada de fondos de los clientes, que vienen a ser un 3% de los depósitos. Si los ciudadanos pierden la confianza en el sistema financiero y deciden retirar masivamente su dinero de los bancos, el resultado es la quiebra. Lo acabamos de ver en Argentina. Exactamente igual ocurriría con el Estado si los ciudadanos no cumpliéramos espontáneamente las normas jurídicas. No hay aparato coactivo que pueda enfrentarse a un incumplimiento generalizado.

Esto es lo que suele ocurrir cuando las leyes no están bien hechas y persiguen objetivos difíciles o imposibles de alcanzar. Por muy buena que haya sido la voluntad del legislador al dictar la norma, el resultado que con la misma se alcanza suele ser desastroso. Es lo que está ocurriendo con la respuesta legislativa al tráfico y consumo de drogas. Por mucho que se prohíba, se seguirá traficando y se seguirá consumiendo. Y se consumirá porque se trafica y se traficará porque se consume, porque en este terreno es imposible saber si es primero el huevo que la gallina.

Es imposible que la ley pueda librarnos del problema de la droga. Con la droga vamos a tener que convivir de manera indefinida y es, en consecuencia, importante que aprendamos a hacerlo y no escondamos la cabeza debajo del ala. No hay Estado que pueda acabar con la droga. Antes acaba la droga con el Estado que el Estado con la droga. Mientras determinadas sustancias provoquen una cierta reacción en el cerebro humano y haya un número de individuos que, por el motivo que sea, sienten la necesidad de experimentar esa reacción, acabarán buscando la forma de proporcionársela y no hay Estado en el mundo que vaya a poder impedirlo. La prohibición podrá hacer más difícil el acceso a las drogas y aumentar los riesgos para los consumidores de las mismas, pero no podrá impedir el consumo. Se sabe perfectamente que, a pesar de todos los golpes que periódicamente se asestan a los traficantes de droga, nunca deja de estar abastecido el mercado. La guerra de la droga, tal como se está librando, es imposible de ganar.

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Y como es imposible de ganar y todo el mundo lo sabe, se acaba produciendo una relajación en la conducta de quienes tienen que hacer cumplir la ley, como hemos tenido ocasión de ver este pasado fin de semana en la fiesta celebrada en el polideportivo Martín Carpena de Málaga. En un recinto público, en el que se sabía que se iba a producir una concentración masiva de jóvenes y en la que era más que previsible que traficantes de droga de diseño se dispusieran a hacer su agosto, no se ha puesto en marcha el más mínimo dispositivo por parte de la autoridad competente, que es el Ministerio del Interior, para evitar que tal cosa ocurriera. El resultado es conocido por todos los lectores.

A lo que ha sucedido en Málaga han contribuido, sin duda, irregularidades protagonizadas por instituciones públicas, como el Ayuntamiento o Canal Sur. Pero esto, sin dejar de ser importante, es anecdótico. Los árboles no nos deben impedir ver el bosque. El origen del problema está, en primer lugar, en que nos estamos enfrentando con el problema de la droga de manera inadecuada, a través de una prohibición legislativa que después no estamos en condiciones de hacer efectiva. Y en segundo, en que ha fallado de manera clamorosa las medidas de seguridad ciudadana que, ante un acontecimiento como éste, se tenían que haber previsto. No es aceptable que se pueda imponer casi el estado de sitio en determinados lugares para impedir el botellón y que se permita que las pastillas de extásis corran por un polideportivo como si tal cosa. La pasividad de la Delegación del Gobierno antes y durante la celebración de la fiesta y su silencio tras la muerte de los dos jóvenes me parecen absolutamente injustificables.

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