Contratiempo
'NUNCA HABRÍA creído capaz de algo tan contrario a la naturaleza a una criatura tan natural como ella'. La frase hay que ponerla en boca de un caballero cincuentón, viudo, terrateniente y militar con el grado de comandante, y fue pronunciada por el asombro que le produjo enterarse de que su sobrina, 30 años más joven, le amaba y deseaba casarse con él, en vez de con su hijo, como sensatamente estaba dispuesto. ¿Hay que añadir que ese asombro del maduro comandante fue efímero y se trocó en risueña ilusión, cuyo crecimiento se desbordó al enterarse de que el hijo despreciado también amaba a otra mujer diferente de la prometida? Estoy relatando los primeros compases de la novela El hombre de cincuenta años (Alba), que comenzó a escribir el enamoradizo Goethe, en 1807, con 58 años, pero que no pudo concluir hasta 1823, cuando contaba 74 y justo después de haber quedado prendido del encanto de una jovencita de 19, Ulrike von Levetzow, a la que propuso sin éxito matrimonio. Desesperado por la negativa de la joven, Goethe partió del lugar y volcó su tristeza en el célebre poema La elegía de Marienbad, que, con otros documentos y cartas alusivas, se adjunta a la reciente edición castellana de la novela antes citada.
A pesar de que las ilusiones eróticas del comandante cincuentón no tardaron en transformarse en un amargo desengaño, la novela de Goethe tiene un final feliz, sobre todo, porque las cosas se reconducen al cauce natural del tiempo, que, ineluctable, rige el humano destino. Precisamente porque era mujeriego, enamoradizo y apasionado, las tres cosas a la vez, el no por ello menos sabio Goethe había asociado la madurez con la capacidad de renuncia, lo que, como sabemos, no le impidió caer en la trampa de un insensato amor por una agraciada adolescente. Por otra parte, ¿cómo olvidar que el primer peldaño de su gloria literaria lo obtuvo, en 1774, Goethe, a los 25 años, con Werther, la novela de un joven que se suicida por un desengaño amoroso, una historia en parte autobiográfica porque estuvo inspirada en el propio amor frustrado de su autor por Carlota Kestner? O sea: que, según la experiencia y la doctrina de Goethe, el arrebato erótico se desata, con toda su peligrosidad, en la primera juventud y en la ancianidad, cuando la absorbente acción de saludar y despedirse de la vida no permiten prestar atención a nada más.
En 1940, a los 65 años, Thomas Mann publicó Carlota en Weimar, donde relata un imaginario viaje, en 1816, de esa Kestner, ya una anciana viuda, a la ciudad residencial de Goethe, adonde acude para ilusoriamente retomar la juventud. Según Mann, Goethe entonces le dijo: 'Cuando la nube, al formarse cambia de aspecto, ¿cesa de ser nube? Esta vida no es más que una constante mutación; unidad en la pluralidad; duración en la metamorfosis. Tú, ellas, todas vosotras no sois más que una en mi amor y en mi falta. ¿Ha sido, pues, para convencerte para lo que has emprendido tu viaje?'. En todo caso, añado yo: ¡cuántos contratiempos son precisos para aceptar el ineluctable paso del tiempo! Goya, sólo tres años mayor que Goethe, puso al pie del grabado de un barbado anciano que tantea el suelo con un bastón -trasunto del él mismo- la leyenda: 'Aún aprendo'.
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