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Por una Convención constituyente

El inicio de la Convención sobre el futuro de Europa en 2004 se produce en un nuevo marco. Desde el 1 de enero, más de 300 millones de ciudadanos de 12 Estados comunitarios han hecho suya sin vacilar la moneda única, y en los tres países restantes, Gran Bretaña, Suecia y Dinamarca, la cuestión no es sino cuándo dan el paso. Para comprender el alcance de esta decisión en la que los pueblos han adoptado, en un plebiscito sin abstenciones, un sistema común de valores, basta con comparar con lo ocurrido en Argentina.

En ese país hermano, mimado por la naturaleza, en donde hasta el nombre refleja riqueza, la gente dejó de creer en su moneda y su futuro común; es de esperar que sean capaces de encontrarlo, lo cual requerirá tiempo y esfuerzos sostenidos.

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Esta dicotomía muestra el sentido que tiene el ejercicio de la Convención: en esencia, saber si la 'unión cada vez más estrecha entre nuestros pueblos' es un matrimonio de conveniencia o un ideal compartido de convivencia. Y los europeos provenientes de las dos ramas de la legitimidad democrática -30 parlamentarios nacionales y 15 representantes de los Gobiernos; 30 parlamentarios europeos y 2 comisarios; más, amén de la trinidad presidencial (Valéry Giscard d'Estaing, Giuliano Amato y Jean-Luc Dehaene), los representantes de los países candidatos en calidad de observadores- tendrán que dar respuesta a esta interrogante con propuestas concretas, por primera vez con luz, taquígrafos... e Internet.

La respuesta a esta pregunta no es meramente académica. Ciertamente, los defensores del pragmatismo como virtud suprema, que, como santo Tomás, sólo creen en lo que tocan, aceptan ya los resultados: medio siglo de paz frente a siglos de hostilidades; prosperidad frente a escasez; un modelo social de bienestar; ventajas del mercado único para empresas y consumidores, y la mejor protección en el mundo globalizado. Pero desde el Tratado de Maastricht hay algo más: la ciudadanía común y la moneda única, a la que se añade la Carta de Derechos Fundamentales como definición de valores comunes.

El problema es que los tratados acumulan capas sucesivas, sumando más de 600 artículos, con cientos de declaraciones y protocolos anejos, además de las 80.000 páginas de Diario Legislativo que resumen el famoso 'acervo comunitario'. En fin, la maleta de textos que le llevaron a Václav Havel cuando trató de estudiar cómo funcionaba la Unión.

Por todo ello, tiene sentido defender una perspectiva constitucional como objeto de la Convención. De hecho, los tratados tienen valor constitucional en nuestros respectivos países, por la primacía del derecho comunitario y la jurisprudencia, tanto del Tribunal Europeo como de los tribunales supremos y constitucionales. Pero un texto claro y conciso -la simplificación de los tratados es uno de los cometidos previstos en el Tratado de Niza- permitiría una lectura comprensible ordenando el trabajo en tres capítulos fundamentales.

En primer lugar, una definición del sistema de valores común, la democracia y la Carta de Derechos Fundamentales.

Frente a esta tesis se formula una objeción soberanista, que no puede haber Constitución porque no hay pueblo europeo. El caso europeo es un ejemplo clásico de patriotismo constitucional, como lo fueron en su momento los precedentes de la Ley Fundamental de Bonn y de la Constitución Española de 1978. Frente al concepto de la nación republicana y soberana en su unicidad, ambas experiencias muestran cómo puede existir una afirmación de valores comunes basados en la unidad en la diversidad. ¿No aceptamos todos un euro con la misma cara y con 12 cruces diferentes? Bien es verdad que, en ambos casos, la elaboración del patriotismo constitucional se hizo dándole contenido y no buscando una afirmación nominalista. Bueno es que quienes ignoraban lo que se estaba haciendo o se oponían a su resultado lo acepten hoy, pero lo terrible de los conservadores es que, cuando algo funciona, tratan siempre de apropiarse pasivamente de ello. La primera tarea será, pues, poner lo más claramente en el frontispicio nuestras señas de identidad comunes.

El segundo gran capítulo es saber cómo hacer compatible la Unión con el respeto a la identidad de sus componentes, los Estados miembros, es decir, cómo se van a repartir las competencias y cómo se aplica el principio de subsidiariedad. Aquí debe regir un principio muy simple: sólo debemos hacer juntos a nivel europeo lo que se puede hacer mejor a ese nivel. La Unión debe perseguir únicamente los objetivos acordados en común, respetando la identidad y funcionamiento de sus Estados miembros. Ahora bien, poner al ciudadano en el centro de la Unión significa que las decisiones deben tomarse siempre al nivel más próximo al mismo. Por eso tiene sentido asociar a las regiones -sobre todo las que tienen poderes constitucionales- y a las ciudades (el Comité de las Regiones tiene estatuto de observador).

Lo que no se tiene de pie es hablar de asociar a la 'sociedad civil' y no a sus expresiones organizadas e institucionalizadas. La crítica que se hace desde posturas conservadoras y soberanistas de este planteamiento es que excede el marco de los tratados e introduce al temido federalismo por la puerta trasera. Sin querer entrar en debates nominalistas, conviene recordar que en los tratados hay un caso de federalismo perfecto, que es la unión monetaria, con el Banco Central Europeo a la cabeza. Otro de los argumentos que se utilizan, mezcla de ignorancia y munición de combate política, es la pretensión de crear un super-Estado centralizado en Bruselas por los socialistas europeos. Argumento empleado en tiempos por la señora Thatcher con resultados no muy brillantes para su país.

En todo caso, si se ha dado el paso de la moneda única -Blair tendrá que decidir cuándo lo dé-, lo procedente es darlo en su gestión económica y política. Y esto abre el tercer capítulo, que se refiere al equilibrio institucional, en el que es preciso hacer más labor de mecánica de precisión. En el mismo hay algunas grandes decisiones que tomar: la primera es asentar la doble legitimidad democrática, a partir del poder compartido. Ello requiere, en la configuración del Ejecutivo comunitario -la Comisión-, optar por la elección directa de su presidente por sufragio universal, o su investidura parlamentaria. La lógica y la historia abogan por la segunda opción, articulándola a partir de la consolidación de las familias políticas europeas. Además, al haberse consagrado la codecisión legislativa y el poder presupuestario compartido entre Parlamento Europeo y Consejo de Ministros, se debe llegar a un sistema bicameral, la Cámara de los Ciudadanos (el Parlamento) y la de los Estados (Consejo en su función legislativa). Este esquema daría visibilidad y transparencia al sistema y permitiría superar el Guadiana recurrente de la segunda Cámara designada por los Parlamentos nacionales. La operación se completaría con la superación del sistema de pilares, tanto en el campo de la política exterior y de seguridad como en el de la política interior y de justicia. En ambos campos se va avanzando a golpe de acontecimientos -Balcanes, 11 de septiembre, terrorismo, delincuencia económica- con decisiones ad hoc del Directorio que es el Consejo, con una casuística laberíntica difícilmente comprensible para iniciados.

La Convención tiene una magna tarea ante sí. Para conseguir su convocatoria hemos trabajado con entusiasmo y perseverancia en el Parlamento Europeo, en las familias políticas europeas y en los movimientos asociativos que coagulan nuestras sociedades. Los Gobiernos y el Consejo la han aceptado y tienen la obligación de colaborar en que sea un éxito. Frente a la tesis de que las cosas se arreglan mejor a puerta cerrada, hay que afirmar con rotundidad que la publicidad y la transparencia son eficaces, entre otras cosas, porque los protagonistas miden sus palabras, más aún si se concretan en enmiendas a los textos. En este sentido, el mejor y más claro mensaje que se puede enviar a los pragmáticos y a los soberanistas es que el proceso que ha conducido desde la Europa exangüe y destruida de la posguerra hasta la Unión actual ha tenido siempre como motor la osadía de plantear cosas que parecían imposibles y utópicas en el viejo orden del equilibrio de poderes de la Europa del Tratado de Westfalia. En la Convención hay que tratar de superar, una vez más, el impulso utópico con la respuesta concreta y práctica; el método del paso a paso ha sido muy criticado últimamente, pero es el que emplean los alpinistas y los corredores de fondo. En esencia, es el que permite estar a punto cuando hay que dar grandes saltos como el actual.

Enrique Barón Crespo es presidente del Grupo Parlamentario del PSE en el Parlamento Europeo.

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