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Columna
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Tres de oros

Manuel Vicent

En los momentos en que no me siento bien convoco aquellos latidos que daba la naturaleza contra mi cuerpo cuando de niño me tumbaba a la sombra de un limonero donde cultivaba una pequeña huerta de legumbres. Sabía que la semilla que había sembrado sacaría un ojo verde, casi de nieve, a los 21 día exactos, y tendido boca abajo lo esperaba sintiendo unas pulsiones en mi vientre que salían del fondo de la tierra. A veces le hablaba a las semillas y luego separaba con delicadeza la costra y los pequeños terrones del caballón para facilitar su salida a la luz. En esa edad el misterio de un guisante o de una alubia resumía todo mi universo, incluyendo las nociones del bien y del mal. Cualquier persona tiene en su vida mediocre algunas cartas de oro a las que acogerse. Por mi parte, al final de tantos sueños perdidos, todavía me refugio en aquella sensación para imaginar que soy feliz. En los momentos en que mi autoestima decae hasta un nivel alarmante recreo también aquella tarde de primavera, recién salido de la adolescencia, cuando Renato Carossone vino a Valencia para actuar en un parador y yo conseguí un pase para dos, lo que me convirtió en un héroe ante cualquiera de aquellas niñas de falda plisada y rebeca de angorina que poblaban la facultad de Filosofía y Letras. Además yo tenía entonces una gabardina italiana de canutillo color manteca y llevar en el bolsillo de esa prenda una invitación para ir a bailar la canción de Maruzzella con el propio Carossone al piano me obligó a creerme inmortal, aunque fuera por una sola tarde. El primer gin-tonic y esa melodía acompañada por los latidos del corazón de aquella niña, similares a los que un día de mi niñez me daba la tierra, redimen todavía la terrible erosión que el tiempo haya ejercido sobre mí. En los momentos que me siento un conformista irrecuperable me esfuerzo en no olvidar aquel acto de rebeldía cuando por puro azar estuve a las patas de los caballos en una manifestación contra la dictadura franquista y por un instante perdí mi natural cobardía y no me hubiera importado morir mientras oía el chasquido de las herraduras junto con la pulsión de las inminentes vergas de los guardias cuyo fragor también subía desde el fondo de la tierra. Todo el mundo encontrará unos momentos de oro si los busca en el pasado más anodino. Después de todo, ¿qué es esta jodida vida sino una semilla que nace, una canción que se baila, los latidos de amor bajo una gabardina de canutillo y tres minutos de rebeldía?

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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