_
_
_
_
Reportaje:FUERA DE RUTA

Los secretos del jardín cerrado

Kioto descubre el refinado universo sensible de Japón

Los cerezos de Kioto florecen en la primera semana de abril. Es como una gigantesca ola, que sorprende por el ímpetu de su repentina y arrolladora llegada. La ciudad aparece cuajada de flores blancas, que tamizan la luz clara del sol de primavera. A veces, con la brisa, se desprenden miríadas de pétalos, como una nevada sensual y cálida, entre risas alegres de niños y asombro de mayores. El efímero espectáculo apenas dura esa semana, y resulta de una inimaginable belleza. Hay que contemplarlo y, sobre todo, vivirlo festivamente, como hacen los japoneses siguiendo su tradición milenaria. Kioto tiene luego otros momentos estelares, cuando en otoño las hojas de los arces adquieren su característico color rojizo de fuego frío, o en invierno la gravilla blanca y rastrillada de los jardines de los templos se cubre de nieve. Pero siempre, en toda época, Kioto ofrece al viajero tesoros incalculables.

Los rescoldos del esplendor imperial, apagado en 1867 cuando la corte se trasladó a Tokio, brillan aún en los palacios y villas imperiales, como Katsura o Sugakuin, adornados con soberbios jardines paisajistas, perfectamente mantenidos. Los más de 2.000 templos budistas y santuarios sintoístas -los japoneses simultanean la práctica de ambas religiones- hacen de Kioto un lugar santo: la espiritualidad de los jardines zen (Daitoku-ji, Rioan-ji...) incita a la meditación, inmersos en un universo simbólico de islas y mares, nubes y montañas.

La ciudad tiene un leve acento de amable provincianismo y nostálgica decadencia. Aunque proliferan los edificios modernos y sin carácter, en su centro sobreviven barrios enteros, como el Gion de las geishas o el de Higashiyama, de una extraordinaria y pintoresca belleza, que conservan las formas arquitectónicas tradicionales. También las riberas del río y sus encantadores canales son espacios propicios para el más agradable de los paseos (Arayashima, el camino de la filosofía...).

La gastronomía de Kioto es sobresaliente, siendo sin duda una de las mejores del Oriente. La maravillosa cocina local (comida kaiseki: restaurante Yagembori) se enriquece con aportaciones de otras culturas culinarias, como la francesa (restaurante Ogawa) o la italiana (restaurante Divo-diva), todo ello con materias primas de una calidad y frescura excepcionales, y siempre con una presentación más que elegante, artística, porque en la cocina japonesa la mirada, es, al menos, tan importante como el gusto. En cada esquina hay un restaurante, con su clásica linterna de papel rojo; la aventura de adentrarse en ellos es gratificante, siendo tan sólo conveniente precaverse del precio (el restaurante Kitsho, en Arashiyama, tiene fama de ser el más caro del mundo: una comida cuesta, por persona, como mínimo 300 euros).

Síntesis de culturas

Kioto es, esencialmente, una ciudad acogedora, que suple la incomunicación lingüística (casi nadie habla un idioma occidental) con la excepcional gentileza de sus habitantes, y con su sentido del servicio, que ejercen con ejemplar dignidad: no existe la propina, y todos procuran alcanzar la excelencia en su cometido. Pero, además, el viaje a Kioto tiene algo de descubrimiento iniciático: se nos desvela la belleza de una estética poética y funcional, el universo sensible y secreto del jardín cerrado; la historia de Japón, sintetizadora de culturas y creadora de una civilización sumamente refinada, y también el camino hacia la espiritualidad oriental.

Boletín

Las mejores recomendaciones para viajar, cada semana en tu bandeja de entrada
RECÍBELAS

Hay un nombre que representa el compendio de todo ello, y que constituye la mejor puerta de entrada a la ciudad: es el del Tawaraya, un ryokan o posada tradicional, que por sí solo justifica el viaje.

Hace algún tiempo, en la revista Fortune, Michner se refirió al Tawaraya como el mejor hotel del mundo. Siendo un alojamiento que acoge, fundamentalmente, a una clientela japonesa, es curioso observar el interés despertado por el Tawaraya en la prensa internacional, y la larga lista de ilustres gesines o extranjeros que en él se han hospedado (el rey de Suecia, Antonioni, Sartre, Arthur Miller, Hitchcock, etcétera), a los que no se hace concesión alguna, fuera del desayuno británico. Por ejemplo, nadie en el hotel habla inglés, más allá de un chapurreo que no admite la repregunta, y, sin embargo, cualquier deseo que expresemos será atendido.

El Tawaraya fue fundado en 1710, y ha permanecido en la familia de la actual propietaria (mistress Satow) durante 11 generaciones. Tiene sólo 18 cuartos y son 34 las personas que lo atienden, entre ellos cuatro cocineros que ofrecen una de las mejores cocinas de Kioto, en cenas servidas en cada cuarto, pues el ryokan carece de comedor. Desde fuera, es una construcción tradicional japonesa de una planta, con una entrada muy angosta, cuyo pavimento de piedra permanece siempre regado y donde el único ornamento son unas preciosas peonías.

En un recodo del pasadizo hay un escalón que da acceso al edificio. Nos recibe una persona cuya única misión es recoger y cuidar los zapatos, pues los huéspedes obligadamente han de descalzarse y dejarlos ahí. Más tarde, al salir, si han dejado varios pares, increíblemente siempre encontrarán dispuestos en el mismo escalón los zapatos apropiados para cada ocasión, limpios, y en las mañanas de frío, incluso templados por el calor de una estufa. El cómo se enteraba de nuestra salida del cuarto a tiempo de preparar el calzado, que correspondía a nuestro atuendo más o menos formal, es un verdadero misterio al que siempre se refieren quienes escriben sobre el hotel. Un pasillo estrecho y laberíntico conduce a los cuartos dejando a un lado la única sala de estar, de apenas seis metros cuadrados, que da acceso a una habitación aún más pequeña que hace las veces de biblioteca. Está iluminada por una ventana a ras de suelo que descubre un minúsculo patio con un cerezo en flor, una linterna de piedra y una fuente.

Nos hemos adentrado en un territorio nuevo e ignoto, en el que impera la sombra. Como escribió Tanizaki, la clave del misterio del Oriente no es sino la magia de esa sombra que delimita un espacio rigurosamente vacío, confiriéndole una unidad estética superior. Es 'como si al permanecer en ese espacio perdieras la noción del tiempo'.

Juego de perspectivas

Los cuartos tienen la llave siempre puesta. Su intimidad la conforma el silencio: sólo se escucha el revoloteo de los pájaros y el agua en el jardín. No se ven otros huéspedes, ni se les oye. Cada cuarto da a un pequeño jardín que parece interminable por el juego de la perspectiva de sus elementos, y tiene su fuente con un caño de bambú del que cae incesante una gota de agua que marca el tiempo inmutable del lugar. El suelo de la habitación está formado por ocho tatamis. Un gran ventanal se abre al jardín. Los shogis (paneles de papel sobre una ligera estructura de madera) nos permiten componer los más variados y fascinantes encuadres. El mobiliario se limita a una mesa lacada, baja y rectangular, que tiene a cada lado un cojín en el suelo, con un respaldo de mimbre y un apoyabrazos. Para dormir, los futones sustituyen a la mesa, como en el cambio de escenario de un teatro. Lo hace, a una velocidad insospechada, la camarera que atiende al huésped durante toda su estancia, vestida con quimono, y sonriente, siempre sonriente, silenciosa y amable. La bañera es de madera y aguarda permanentemente llena de un agua humeante. Un cubo, también de madera, sirve para enjuagarse, derramando el agua sobre el suelo del cuarto de baño como si se tratara de un divertido juego. Como concesión a la modernidad, un teléfono se esconde bajo una tela brocada, y en un precioso mueble lacado, que nunca se abre, se guarda un monitor para ver la televisión.

Por una vez, el elevado precio de un alojamiento compensa con creces. No se trata de la comodidad habitual de los hoteles de lujo. Es otra cosa, algo único. Su auténtico refinamiento conforma un mundo inimaginable de detalles mínimos concebido para nuestro mayor agrado. La estancia es en sí misma una verdadera experiencia para los sentidos. La esencia de la vida misteriosa de Kioto late en el corazón del Tawaraya.

Mujeres vestidas con los tradicionales quimonos en una calle de Kioto, la antigua capital japonesa.
Mujeres vestidas con los tradicionales quimonos en una calle de Kioto, la antigua capital japonesa.BEN SIMONS

GUÍA PRÁCTICA

Datos básicos

- Prefijo: 00 81 75. Población: unos 1,5 millones de habitantes. Moneda: yen (1 euro equivale a 115 yenes).

Cómo ir

- El aeropuerto de Osaka está a algo más de una hora en tren. 25,78 euros. - Lufthansa (902 22 01 01), hasta el 22 de marzo, a Osaka, 565 más tasas. - KLM (902 22 27 47), hasta el 30 de junio, a Osaka, desde 629 más tasas.

Dormir

- Tawaraya Inn (211 55 66) Oike Fuyacho. Kyoto. Habitación doble, desde 346,17 euros.

Comer

- Divo Diva (256 13 26). Nishiki Market. Kyoto. Desde unos 50 euros. - Ogawa (256 22 03) Kiya-machi y Oike-agaru street. Desde 35 euros. - Yagembori (541 79 61). En el barrio de GIon. Entre 60 y 120 euros.

Información

- Turismo de Kyoto (371 56 49).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_