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Columna
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Teñidor

UNO DE LOS MEJORES poetas del siglo XX, el británico Wystan Hugh Auden (1907-1973), fue también uno de los más penetrantes ensayistas de esta agónica centuria. Aunque a él le gustaba afirmar que sus incursiones fuera del campo de la estricta creación poética eran debidas a la miseria material de los vates en nuestra época, que venden todo menos sus versos, no sólo fue un agudo observador de la realidad, como no podía ser menos, sino también un sagaz polemista que no necesitaba alguien con quien discutir para pelearse con el mundo que le tocó vivir, todavía el nuestro. A diferencia de los filósofos, los científicos y los políticos, que sucesivamente tratan de explicar, dominar o arreglar el mundo, cuando un poeta se enfrenta ensayísticamente con éste no tiene un objetivo definido y puede volar con mayor libertad -dispersión- en pos de la verdad, sin por eso convertirse en un lunático, quizá porque el arte auténtico es inseparable de la vida.

Aunque todo el mundo recuerda que Platón fue un poeta fracasado, y no ha sido históricamente excepcional que grandes poetas adoptasen también papeles de profetas o pensadores, la tentación de dar una réplica razonada a sus contemporáneos se ha generalizado en nuestra época, en la que los artistas están subsumidos en la, para ellos, muy desnaturalizadora categoría funcional de 'intelectuales', cuya impertinencia se agrava acompañada del remoquete de 'comprometidos'. El Auden ensayista nunca fue así porque su penetrante sentido crítico hilvanaba preguntas en vez de respuestas. Se puede comprobar leyendo la nueva versión castellana de La mano del teñidor. Ensayos sobre cultura, poesía, teatro, música y ópera (Adriana Hidalgo editora), cuyo título ya anuncia la riqueza y versatilidad de los temas abordados en esta recopilación.

¿Cómo entonces pretender aquí sintetizar de un plumazo el ingente caudal de intuiciones y sugerencias que rebullen por este libro? Me limitaré, por tanto, a destacar lo que Auden afirma, en su capítulo Leer, acerca de la indeclinable responsabilidad crítica de cualquier lector, en la que también están incluidos los críticos profesionales, pero, sobre todo, en cuanto ésta, o es finalmente un acto de amor que ilumina la relación del arte con la vida, o no es nada. También, por último, resaltaré el diagnóstico que hace sobre la situación en la que se encuentra el artista actual, que se halla, según él, bajo un régimen de 'materialismo religioso', cuyos sacerdotes son los científicos o más bien 'los políticos de la ciencia'. 'Bajo su imperio', concluye Auden, 'el artista se vuelve apenas un técnico, un experto en afirmación efectiva, contratado para expresar de manera eficaz lo que el político de la ciencia requiere que sea dicho'. ¿Quién entonces se puede extrañar de que la mano del tañedor se troque en la del teñidor, un hábil experto en tintes?

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