Sobre Pettit y otras brumas
Allá por el mes de noviembre, publiqué un artículo reservón sobre el republicanismo de Pettit y el fervor que parece haber despertado en el PSOE de Zapatero. Y Andrés de Francisco, por un lado, y Félix Ovejero y Martí Mármol, por el otro, me han salido al encuentro en este mismo diario con dos réplicas agudas y bien argumentadas (las consigno en el mismo orden que a los autores: ¿Quién teme al republicanismo? -6-12-2001- y No sólo de Pettit vive el socialismo -4-1-2002-). En esta nota replico a las réplicas. Antes, sin embargo, de entrar en faena, quisiera asegurar a Félix Ovejero y Martí Mármol, con toda la energía de que me siento capaz, que Zapatero me resulta simpático, y que no creo que tenga un pelo de tonto. Sospecho que se ha aproximado a Pettit un poco a bulto, y sin reparar en la letra pequeña. Pero sería ridículo esperar de un político aficiones sistemáticas a la especulación filosófica. He procurado levantar la parva para que el viento separe la paja del grano. Y nada más, y todo ello, con la mejor voluntad. Dicho lo cual, paso a lo más apasionante, que es la discusión de los conceptos.
Andrés de Francisco invoca la figura berliniana de 'libertad negativa' para trazar el retrato del liberal. Y acierta en un 50%. Es propio del liberal tasar la libertad de un individuo por el número de cosas que está en situación de hacer. A más cosas, más libertad. Y también es típico del liberal distinguir entre la cuestión de la libertad y la de la soberanía. Los liberales no ponen en duda que, según sea el soberano, así será la ley. Ni pretenden que dé lo mismo una ley buena que otra mala. Pero opinan, y esto es clave, que ley y libertad son magnitudes lógicamente diferenciables. Al cabo, toda ley que se exceda en su celo prescriptor acabará entrando en conflicto con la franquía para elegir que asiste al hombre libre.
Andrés de Francisco estima que los republicanos atesoran un concepto alternativo de libertad: 'La oposición berliniana entre libertad y soberanía hay que empezar a cuestionarla si nos tomamos en serio el tan temido ideal (republicano) de libertad'. ¿Qué se desprende de aquí? Al menos, esto: dado que no es agible definir la libertad sin tener en cuenta la naturaleza del poder soberano, podrá ocurrir, en teoría al menos, que un menú de opciones aparentemente estrecho refleje una libertad grande. Sucederá esto cuando la exigüidad del menú se derive de las acciones de un Gobierno enormemente interventor, aunque inobjetable por su origen, fines y procedimientos. Ilustremos la idea acudiendo a ejemplos. No es infrecuente defender, como fórmula legítima de gobierno, la democracia. Pensemos en la democracia más simple de todas, que es la que se rige por la regla de la mayoría. ¿Qué sostendrían, según De Francisco, los republicanos adictos a esta forma constitucional? Pues que nada de lo que decida la mayoría afectará a mi libertad, incluso si se da el mal fario de que yo me encuentre siempre en minoría. Equivalentemente: seré libre aun cuando no pueda hacer nada de lo que, a título individual, preferiría hacer. El que Pettit reniegue de la democracia populista no excluye que ésta no sea compatible con el republicanismo medular que De Francisco nos describe. Petitt agrega las cautelas liberales clásicas para atar corto al soberano: no las deduce de su noción de libertad como no-dominación. En esto anda más terne el liberal, para quien la ley, incluida la excelente, oprime siempre en algún punto, bien por arriba, bien por abajo, ora al derecho, ora al bies, la libertad efectiva del individuo.
El embrollo transparece con claridad meridiana en las diferencias entre Skinner y Pettit. Los neorrepublicanos à la Skinner defienden la necesidad de la ley. Pero no niegan que ésta constriña la libertad. Un poco después -en la página 84 de Liberty before Liberalism-, Skinner observa que gozaremos de una libertad no sólo más estable, sino mayor, bajo la protección de la ley, que en su ausencia. Esto, no obstante, no despeja en absoluto la discrepancia de fondo. Para Skinner, la libertad es holgura de movimientos y coacción, lo que limita esa holgura. Por ende, no podrá ocurrir que los aspectos coactivos de la ley no operen como factores atenuantes de la libertad. Pettit, por contra, juega con la idea de una coacción misteriosamente no coactiva; después amarra la idea. Vivir con un tigre amarrado no equivale, no obstante, a no querer ver a los tigres ni en pintura.
Por cierto, que Skinner, al igual que Pettit, mantiene la teoría de que el orden auspiciado por los liberales gira exclusivamente alrededor de la libertad negativa. Esto es... asombrosamente erróneo. La noción liberal de que soberanía y libertad son cosas distintas no entraña la simpleza de que los hombres sean capaces de organizarse sin el auxilio de la ley. Ningún pensador liberal de nota ha propuesto órdenes civiles no articulados por la ley. En algunos casos, esa ley se ha concebido como un dispositivo mínimo para garantizar el cumplimiento de los contratos; en otros, los más históricamente, se ha aceptado que interese a otros muchos aspectos de la vida en común. Jamás, empero, ha dejado de invocarse la ley. Un liberal que hubiera sacrificado la idea de ley a la de libertad sería tan extravagante como un newtoniano que rehusara hablar de la masa de los cuerpos alegando la primacía inconcusa de la aceleración. Era esto lo que tenía en la mente cuando, renglones atrás, admití el esclarecimiento que De Francisco nos hacía del liberal en un 50% tan sólo.
Volvamos a Pettit. Las cautelas de Pettit no son méritos filosóficos. Son cautelas, que es otra cosa. Esto se aprecia en una perplejidad que pertinentísimamente enuncian Félix Ovejero y Martí Mármol. Se preguntan por qué diablos sostengo yo que cosas tales como la gratuidad de la enseñanza no se desprenden del ideal pettitiano de libertad como no-dominación. La pregunta es pertinente porque el razonamiento en bloc de Pettit, su defensa del Estado y todo eso, apuntan a que éste debería borrar las minusvalías que nos hacen débiles, vulnerables y dependientes. Pero el caso, ¡ay!, es que Pettit ha montado una trampa de elefantes en que él mismo mete el pie. Pettit establece un contraste entre dominación arbitraria (la cual presupone un agente intencional que interfiere) y la suerte de impedimentos que condicionan mi libertad (estaré condicionado si me falta un riñón, o mis padres no me aseguran una educación por carecer de ella, etcétera). Y a continuación define la no-dominación como el estado en que se halla el individuo que está libre de dominación... arbitraria. Ahora bien, nadie desea que yo no sepa leer. Luego el ideal de libertad como no-dominación no exige que el Estado intervenga para que yo aprenda a leer.
¿Cómo superar esta dificultad cómica? Un camino posible es acudir a las teorías sobre la explotación que hace un tiempo gozaron del favor de la izquierda: yo no sé leer porque los ricos o los malos se encargan de que no aprenda a leer. Si damos este paso, los impedimentos que recortan la libertad (la ignorancia, la mala salud evitable o al menos paliable, etcétera) se convertirán en trasuntos de una dominación arbitraria, y Pettit habrá salido del apuro sin la precisión de introducir cambios en su doctrina de la libertad como no-dominación. Pettit, sin embargo, no está pensando en la Suráfrica del apartheid o en la España rural de Los santos inocentes de Delibes, sino en la España actual, la Australia actual o el Estados Unidos actual. Y entonces escoge un segundo camino: el de establecer una jerarquía de derechos y obligaciones. La renta -u otro criterio correlativo- divide a los individuos en más y menos necesitados, y genera en los segundos la obligación de arrimar el hombro para que los primeros no se vean desasistidos de ciertos derechos básicos. Estas operaciones compensatorias circulan en la parla política bajo el rótulo de 'agenda social'. Desacreditada la apelación a la caridad privada, el Estado es la instancia encargada de aplicar la agenda social.
Muchos liberales se han apuntado a este camino también. Una palabra fetiche en amplios sectores del liberalismo es la de 'derecho', con su dimensión social incluida. Lo importante aquí, sin embargo, es que Pettit no ha aportado un solo argumento que, desde el interior de su tesis nuclear, exhorte al establecimiento de una agenda social. La agenda se adhiere a la estructura de su concepto de libertad como una calcomanía a una pared de azulejos (el pasaje clave está en las páginas 75-76 -edición de Oxford de 1999-). Justamente por ello, afirmo que Pettit es más cauto que buen filósofo. Acumula cláusulas, no encadena razonamientos.
El republicanismo de Pettit es liberalismo con un factor de riesgo. O, alternativamente, republicanismo duro con asideros liberales de segundo grado. Se puede hacer la lectura que se prefiera. En semejante medida, por supuesto, Pettit es acogedor.
Álvaro Delgado-Gal es escritor.
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