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Columna
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Fratriotismo

'No hay más patria que la Humanidad'. Tras este lema nos manifestamos el sábado en Bilbao miles de personas. Fue una manifestación hermosa. Fue también un acto paradójico. Por las calles de Bilbao caminaban juntos representantes de partidos que han hecho de la afirmación del patriotismo su seña de identidad: del patriotismo constitucional unos; del euskotarren aberria Euzkadi da otros. Todos legítimamente identificados con sus respectivas lealtades patrióticas. Todos legítimamente convencidos de la profunda raíz cívica y democrática de su proclamación. Todos igualmente empeñados en la construcción de una sociedad vasca abierta, libre y pluralista. Pero todos patriotas de distintas patrias. Todos patriotas de una patria distinta, aunque no necesariamente opuesta, a esa Humanidad reivindicada como única patria por las organizaciones juveniles que nos convocaron en Bilbao. En cualquier caso, bueno sería que todos reflexionemos sobre esta paradoja sin recurrir, eso sí, al tramposo discurso de González Quirós en su libro Una apología del patriotismo, que enfrenta las bondades del patriotismo (español) al tiránico e inmoral nacionalismo (vasco, por ejemplo) mediante el simple recurso de caracterizar al patriotismo como un nacionalismo sin aristas ni contradicciones.

Comentaba con un amigo que en dos semanas nos habíamos encontrado en sendas manifestaciones de esas que da gusto secundar; dos convocatorias que hablaban de solidaridad, de acogida, de apertura al otro: el sábado anterior en apoyo del centro Hontza y este de reivindicación tras el atentado contra Eduardo Madina. Aquella convocatoria por su objeto, esta por su lema y orientación, el caso es que uno caminaba por Bilbao con la oxigenante sensación de que la realidad vasca no se agota en los estrechos márgenes del llamado conflicto vasco. A pesar de la tragedia que estaba en el origen de la convocatoria del sábado (una tragedia vieja y repetida, en la que sólo cambian los nombres de la víctima y el victimario), sus organizadores nos señalaban un horizonte aparentemente utópico, alejado de la dura realidad de la violencia. Nada de eso. Hace unos meses recordaba en este mismo espacio la descripción que el rabino de Berlín hizo de la situación de los judíos en la Alemania de 1935: 'Acaso esto no haya sucedido nunca en el mundo y nadie sabe cuánto tiempo se puede soportar: la vida sin vecinos'. El Holocausto, como todas las otras manifestaciones de violencia bárbara y genocida que ha conocido ese siglo sombrío que ha sido el siglo XX (Todorov) fue posible sólo tras un largo proceso de producción social de la indiferencia moral. Separados del resto de la comunidad, definidos como 'extraños', los judíos (y los armenios y los palestinos y los tutsis y los bosnios...) dejaron de ser vecinos, siendo así expulsados en la práctica del espacio de los derechos y las responsabilidades: por muy atroces que fueran las cosas que les ocurrían, nada tenían que ver con el resto de la población y, por eso, no debían preocupar a nadie más que a los propios judíos. El sábado, una vez más, quedó claro que la mayoría de las vascas y de los vascos seguimos pensando en nuestros vecinos como vecinos, sea cual sea su opción política, y sentimos que su suerte tiene que ver con la nuestra. Reivindicamos juntos la relevancia ética y política del sentimiento de vecindad, la conciencia de pertenecer a un mismo espacio de convivencia, y advertimos del riesgo que la misma corre cuando la pertenencia nacional pretende constituirse en el eje estructurador de las identidades en sociedades plurales.

Tal vez sea el momento de reivindicar, no sé si más allá o más acá de cualquier patriotismo o nacionalismo, un fratriotismo que combata ese 'narcisismo de las diferencias menores' que, como señaló Freud, está en la base de la tendencia a considerar menos importantes para nuestra identidad aquellos elementos que compartimos con todos los seres humanos que aquellos otros marginales que nos distinguen. Y decir siempre, y decir mucho, lo que dejó dicho Gabriel Aresti: 'Beti paratuko naiz gizonaren alde'. Siempre me pondré al lado del hombre. Sea cual sea la patria o la nación a la que cada uno se remita.

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