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Columna
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Bond

El Bond cinematográfico cumple cuarenta años y recuerdo aquellos tiempos en que nosotros, los jovencísimos rojos armados con veinte duros de Adorno, nos pusimos como una mona ante aquel desafío cultural de capitalismo. A pesar de nuestra abierta beligerencia fuimos a ver la primera película del ciclo y tuvimos que recurrir al disco duro de nuestras creencias para no dejarnos seducir por la belleza del diablo, se llamara el diablo Ursula Andress o se llamara Sean Connery. Confieso que desde el primer instante me sentí atraído por la secretaria de la central de espionaje, Lois Maxwell, espléndida encarnación de profesional subalterna, sin duda alienada por la praxis de la guerra fría. Además me encantaban todos los malos de la serie y atribuyo al modelo del Dr. No el excelente diseño Bin Laden según la actual imaginería del Departamento de Estado.

Luego llegó la apología crítica de Umberto Eco, analista del personaje y de la serie, con la misma fortuna descodificadora ya aplicada a mi libro preferido: Cuore, de Edmundo D'Amicis. Los guionistas de la serie, pertenecientes a la horda de infiltrados de la KGB en la industria cinematográfica occidental, llevaron las estrategias narrativas al límite de la caricatura y las películas de James Bond fueron para los ciudadanos de la posmodernidad lo que habían sido las de Fu-Manchú para sus padres. Retengo un agravio insuperado e insuperable: que utilizaran a la excelsa cantante Lotte Lenya, miembro de un triunvirato completado por Brecht y Kurt Weil, como una grotesca espía enfrentada al Imperio del Bien. Fue una jugada sucia, pero nos pilló en torno a los mayos de los sesenta o los setenta, ya no tan jóvenes ni rojos, ya entre el rosa y el amarillo.

Sean Connery sigue siendo mi Bond preferido, seguido de Roger Moore, el más caricaturesco. El actual, Pierce Brosnan, no es malo, pero imita a los héroes de cómic y ya no cuenta con la ayuda de tan gloriosos subalternos como la Maxwell o el encantador bricoleur John Cleese, capaz de convertir una aspirina en un submarino nuclear todoterreno, desplegable en extenso lecho flotante o estratosférico, donde Bond hacía el amor con mujeres cada vez más guapas y peligrosas, es decir, inteligentes.

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