Vivir sin cobertura
El encargo. Este cronista es un usuario compulsivo del teléfono desde su infancia; ahora es igualmente un usuario compulsivo del teléfono móvil. Hace poco más de una semana, los responsables del suplemento Domingo de EL PAIS leyeron en el diario británico The Guardian las confesiones de un redactor de este último periódico, Howard Jakobson, que narraba sus sensaciones durante una semana de abstinencia de móvil, correo electrónico, televisión digital y otros artilugios contemporáneos que nacieron para comunicar aún más al hombre comunicado. EL PAIS me requería para que repitiera la experiencia. Lo hacía conociendo la naturaleza de este cronista: en la última semana, antes de este periodo de abstinencia, hay registradas en este teléfono móvil 213 llamadas de salida y 197 llamadas entrantes; un 25% de ellas son personales y las restantes son profesionales; en el correo electrónico, salidas y entradas, había registradas hasta el último viernes, en el periodo de una semana, 123 mensajes, mayormente respondidos. En cuanto a la televisión digital, excepto algunas incursiones por los telediarios públicos o privados, la mayor parte de las fuentes de información o de entretenimiento de este cronista se halla en la televisión digital. En este encargo de vivir sin cobertura, las autoridades de EL PAIS permitieron algunas licencias: en este caso se permitía el uso del fax para responder cartas a mano o a máquina los mensajes electrónicos, pues el periódico no pretendía que el cronista abandonara del todo su trabajo diario, y estos mensajes electrónicos, como el control del móvil propiamente dicho, podían ser inspeccionados a lo largo del día una o dos veces por personas del entorno laboral o familiar. En este último caso, la ayuda fue inestimable y la delicadeza de la tarea, también: si la gente no sabe que no estás al otro lado, puede seguir enviando mensajes privados de cualquier carácter, como si tú mismo lo fueras a recibir. Hay quienes suspiran o emiten su nombre, otros lamentan que de nuevo estés desconectado, y hay muchos que callan cuando una máquina les pide que dejen un mensaje. Que uno sepa, en éste no ha habido ningún sonrojo por mensajes de inesperado contenido, y la gente se contiene mucho, a estas alturas, con el correo electrónico. Un mensaje decía: '¿Cómo llevamos el experimento?'. Los que conocen al cronista llamaban al móvil para hallarme en falta. No tuvieron suerte: jamás toqué estos días mi móvil, pero una vez llamé al periódico desde otro considerando que tenía una noticia urgente; no lo era. Y otra vez me llamaron a un móvil ajeno. Una noche -cenaba con el académico Luis Mateo y con el novelista Longares- me llamaron desde el periódico al teléfono público de un restaurante: ¡como en los viejos tiempos! En el correo electrónico también fui infiel una vez: escribía Patricia Vargas Llosa desde Estados Unidos: 'Ánimo, superarás la prueba!', decía. Al tercer día necesitaba esos ánimos; creí en los primeros días que iba a ser un recorrido triunfal. Fue difícil: el móvil es mucho más que una adicción, es una lapa. En cuanto a las televisiones digitales, una sola condición impuso este usuario compulsivo: que el periódico considerara una excepción la emisión de los guiñoles de Canal +, diez minutos diarios al final de la jornada. Esto me obligó a transitar sólo por las generalistas; seleccioné una película de Paul Newman (Al caer la tarde), durante cuya emisión vi más anuncios que película. Usé el teléfono fijo, muchas más veces: es terrible volver al pasado, es como si olvidaras facultades nuevas. Y el móvil no sólo es una amenaza, es una facultad.
'Tendrán que ponerte una carlanca en las manos, como al adolescente a quien sus padres querían alejar de la masturbación', afirmó Rafael Azcona
Es terrible volver al pasado, es como si olvidaras facultades nuevas. Y el móvil no sólo es una amenaza, es una facultad
'Te sentirás vacío; se produce el pánico del silencio. Y hace falta mucho valor para salir al encuentro del silencio', me advirtió el doctor Rafael Lozano
Incrédulos.
Los que conocen al autor de estas confesiones se burlaron al principio de las posibilidades de cumplimiento de este trabajo de abstinencia. Rafael Azcona, el famoso guionista, a quien el cronista llama -por el móvil- todos los sábados del año, dijo que la única manera de evitar el uso del móvil era ponerme 'una carlanca (un collar lleno de pinchos) en las manos, como a aquel adolescente a quienes sus padres querían alejar de la masturbación'. Manuel Vicent, que está también en la lista de llamadas habituales, añadió este artilugio: 'Para cumplir con eso tendrían que ponerte guantes de boxeo'. Juan José Millás recibió la noticia del encargo con el mismo escepticismo: 'Si ya lo tienes incorporado, cómo lo vas a dejar'. Y añadió, tan aficionado a la ciencia como al psicoanálisis, una predicción de novelista: 'Habrá un tiempo en que los hombres hablarán por un móvil que sería un chip implantado en el cerebro; tú moverás una ceja y te comunicarás por el pensamiento. Ahora mismo tú podrías estar hablando con Ceberio (el director de EL PAIS) y yo no sabría que no te estás comunicando conmigo, aunque me estés hablando'. Pasa habitualmente: la gente queda a comer contigo, y con el móvil. Millás dijo también: 'Como te pasarán los recados, vas a estar sin él, pero con diálisis'.
Un artilugio de la infancia.
En mi barrio, en Tenerife, sólo había un teléfono, el de mi casa; era el 125; desde niño me lo situaron en la cabecera de la cama. Jamás he vivido sin teléfono. No puedo vivir sin él. El que lo prueba se engancha. Felipe Vega, el director de cine, me cuenta lo que le sucedía a una integrante del equipo de producción de una película que se rodaba en los altos de León: '¡No hay cobertura!', gritaba, y recorría kilómetros y kilómetros para encontrarse con las rayitas que indican en el móvil que uno ya puede comunicar. No usaba la cabina: no es lo mismo hablar por el móvil que por la cabina; el artilugio da intimidad, otorga cierto sentimiento de exclusividad. Estos días he vuelto a las cabinas, aquel artilugio. Ahora funcionan mejor, están más cuidadas; era como regresar a la indigencia de los años de la universidad, mendigar monedas para llamar. Le dejé a un hombre 49 céntimos en el visor e hizo el gesto de pagármelos. Cada vez que usé la cabina observé con desesperación la cola que se hacía a mis espaldas: cuando un adicto hace una llamada hace varias, porque se activa su memoria de otros compromisos. Una llamada lleva a otra, y así sucesivamente. El móvil es instantáneo, y tú respondes instantáneamente, y eso es lo que genera el tráfico infernal de llamadas que te parecen urgentes. En sus artículos dominicales, y también en sus Tinto de verano, Elvira Lindo suele describir a este cronista desesperado porque no hay coberturas en los lugares donde la visita. Es verdad que la cobertura escasea cuando más la buscas, y cuando la hallas uno tiende a olvidar el objeto de la llamada. He notado que perdemos la memoria utilizando el móvil. Se lo pregunté al filósofo Emilio Lledó: 'Hay demasiada información, y como estás saturado, la expulsas. No podemos asimilarla: reventaríamos. Por salud mental, por salud física, tenemos que olvidar. La memoria es fundamental en la existencia. Y el olvido es también fundamental'. Estos días de abstinencia he contado, como los fumadores que lo dejan, las veces en que he estado a punto de sucumbir a la omnipresencia del móvil. Como si fueran enfermos que aún no han descubierto la vía de la curación, contemplé a numerosos jóvenes afanados en quedar y desquedar, y vi a adultos de cuerpos grandísimos trastabillar por las calles como si fueran adolescentes que de pronto han descubierto las virtudes muertas del tamagochi. Otros lo llevaban en la mano, como una antena de su propio cuerpo, aplicados a unos cables conectados a sus oídos. Y los que usaban el sin manos se daban a sí mismos el aspecto de lunáticos que tienen las personas que hablan solas. Un amigo me dijo: 'Tú eres un hombre que lleva una cartera y un móvil y estás esperando un taxi en la Gran Vía'. Eso soy. ¿Cómo seré sin móvil? Dice Lledó: 'La posibilidad de comunicación individual y doméstica ahora es tu cuerpo. Perdemos la mirada, no vemos la calle, sólo se oye el ruido de otras cosas. Y tanta comunicación oral, pequeñita, empobrece el lenguaje'.
Voy al médico.
El lunes, tres días después de comenzar la abstinencia, fui al médico. Ansiedad, estrés, esas cosas que se acumulan tras el tráfico diario durante muchos días del año. ¿Tiene algo que ver el móvil? Dice el doctor Rafael Lozano, que se llama a sí mismo, porque lo es, cuidador de salud: 'El móvil es la amenaza más grave que hay ahora. Estamos sometidos a un mundo que vibra, lleno de señales, de contactos, de relación. Atrapado en esa maraña uno se despersonaliza, se hace objeto. ¿Y si lo dejas? Pues te sentirás vacío; se produce el pánico del silencio, hace falta mucho valor para salir al encuentro del silencio'. Y me dijo el psiquiatra (y escritor) Carlos Castilla del Pino: 'Lo que hemos llamado hábitos son formas de adicción. La supresión del móvil puede producirte acatisia, necesidad de moverte, una especie de inconsciente en búsqueda de ese objeto al que echas de menos. Hay muchos medicamentos que la producen'. Dice el doctor Castilla del Pino que en estos instantes puedo estar sufriendo síntomas similares a los que ocurren durante la depresión por mudanza.
Ansiedad.
Un factor fundamental de la relación del usuario compulsivo con este género de costumbre -teléfono móvil, correo electrónico, zapping digital- es la ansiedad que se deriva: ansiedad al mirar el correo o los mensajes, pues si hay muchos obliga muchísimo, y si hay pocos obliga a pensar que nadie se acuerda de ti. El recordado don José Ortega Spottorno decía que el fin del mundo se advertiría cuando todos los teléfonos del mundo dieran comunicando: hoy puede decirse que la mayor ansiedad del mundo, y por tanto el anticipo de su final, vendría, para los que usamos mucho el móvil -y los otros añadidos electrónicos-, cuando estemos exactamente desconectados, el día que estemos absolutamente sin cobertura. ¿Hubo ansiedad el primer día?, me preguntaron del periódico cuando quisieron pilotar las primeras doce horas de abstinencia. No, no fue exactamente ansiedad. Diré dos sensaciones: como si estuviera convaleciente de una enfermedad larguísima de la que por fin parecía estar saliendo y, también, como si estuviera en la primera jornada de un desengaño amoroso, cuando uno decide no responder las llamadas de la persona que le agravió.
Urgencia de comunicar.
La primera vez que me deshice de un contestador automático fue el 2 de enero de 1997, cuando una madrugada, al regresar de un viaje, escuché una llamada urgente que se había producido seis días antes. ¿Era urgente? No lo era. Era ansiosa. El mundo nos ha ido poniendo instrumentos que nos cercan y nos obligan a comunicar y a responder: cuando no había fax, nadie podía reclamar que hubiera llegado la carta que tú no quieres responder, ahí está la hora de recepción, impresa, no hay vuelta de hoja; el contestador automático te obliga a tener constancia de que quien te llamó te llamó de veras, no puedes decir que no recibiste el mensaje, te lo dejé dicho con mi voz. Y el móvil y el correo electrónico han aumentado la obviedad de las comunicaciones: no puedes decir que no estabas, ése era tu móvil, te lo envié a tu correo electrónico. La ansiedad -en el caso de este cronista- es tan grande como la del resto de los mortales que han caído en ella: el día que vi al futbolista Raúl orinar a mi lado en los servicios de un restaurante hablando por el móvil pensé que esa estupidez -del usuario- nunca sería mi estupidez. Lo ha sido. Me hace gracia cuando entro en los servicios, le doy al pin y escucho cómo la voz del contestador me explica: 'Este es el servicio... de contestador automático...' En estos días de abstinencia he sentido como una herida el pitidito de los mensajes ajenos, o del propio gesto de encender el bicho, y he visto de lejos, en la oficina y en casa, el flujo de los correos electrónicos sin poder fijarme en ellos. ¿Enfermedad? Probablemente, por eso me he sentido al principio como un convaleciente.
El móvil muerto.
Cuando empezó el cronista este ejercicio de abstinencia (viernes, 15 de febrero, de madrugada), hubo una primera reacción: guardar el móvil muerto en la cartera, impedir la visión del correo electrónico, que está tan cerca y es tan obvio, e imaginar que estos artilugios no existieron nunca antes. Un día viajé con el móvil muerto, pero luego lo dejé a buen recaudo. No se concibe un objeto que vibre y que esté apagado: el usuario enciende el móvil, está en su naturaleza. Cuando lo llevé muerto, en la cartera, me sentí como mi padre cuando estrenó la dentadura postiza y la guardó, con un trozo de pan duro, en su bolsillo, para que se acostumbrara. El móvil parece una cucaracha con antena, y terminas teniéndole cariño, como a los monstruos. Al salir de los taxis -que es el móvil de los automóviles- me di cuenta de que seguía haciendo un gesto ahora inútil: mirar de nuevo en el asiento que ocupaste para comprobar que también habías recogido el móvil. Lo necesité en restaurantes y en casa, recibí llamadas para siempre perdidas y observé que la urgencia que los demás tienden -como uno- a otorgar una urgencia innecesaria a todo lo que tocan. Estos días, la familia se resignó a no saber de mí, yo me resigné a no responder doce llamadas mientras viajaba en taxi, y también reprimí las ganas de bajar en cualquier bar a resolver desde la cabina un encargo que antes hubiera ocupado la mitad del trayecto. Huí del móvil como de la peste, con unas ganas inverosímiles de seguir en la peste.
Los chistes.
A todo el mundo le ha pasado algo con el móvil, el correo electrónico desata menos anécdotas, aunque haya algunas, y muy graves: aquella gente que se equivoca de dirección y crea conflictos en su entorno, o equívocos de los que no se puede volver, dramáticas o chuscas historias de malentendidos que acaban con familias, reputaciones o noviazgos. Cuando conté, el primer día, que estaba empezando a sufrir esta experiencia, Millás me recordó el chiste de aquel personaje que va de putas, recibe una llamada (al móvil) de su mujer y exclama ante la inoportuna pesquisa: '¿Cómo sabes que estaba aquí?' O la historia, real, de ese timbre que suena en el bolsillo de la chaqueta del muerto, la viuda recoge el móvil y se apresta a responder: 'Él está muerto y tú eres la puta que nos ha destrozado la vida'. Nuestro charcutero, Carlos Bolaños, me dijo el sábado en el mercado, cuando se extrañó de no verme hablando, también en la cola, por el teléfono celular: 'Tengo una sobrina que duerme con el móvil debajo de la almohada'. 'Qué barbaridad', le respondí. Durante aquel almuerzo, Millás desconectó el móvil para no avergonzar mi abstinencia; luego observé que había hecho una transacción que yo nunca había hecho: le había enviado a Gemma Nierga, con quien colabora en la SER, un ramo de flores utilizando un notable mecanismo adosado al teléfono, que se conecta con una floristería de Nueva York, que a su vez reclama a un servicio en Barcelona, que envíe flores de determinado cliente a determinado cliente.
La abstinencia.
El sábado es un día familiar para los movilistas compulsivos. Excepto las llamadas habituales, los recados se aminoran, se produce una tregua general. Ahí empezó el largo week end del móvil. A primera hora de la mañana mi hija detectó dos mensajes, ambos laborales, y ahí decidí bajarle la temperatura al mínimo a este artilugio de comunicación. Tampoco iba a establecer contacto con el correo electrónico, y el hecho, sin duda benéfico, de que mi equipo favorito, el Barça, no jugara un encuentro de pago por visión aminoraba las tentaciones de usar cualquier ventana digital de las que me estaban prohibidas. El teléfono fue una inquietud: ¿qué estaría almacenando? Se aminoró el flujo de llamadas: si no respondes, se produce la venganza del interlocutor, que no vuelve a llamar; sucedió lo mismo con los correos electrónicos, y poco a poco la vida se hizo como el móvil: intermitente y esquiva, como si estuvieras en libertad condicional, pero en la cárcel. Durante la semana, hasta el jueves, pasé de la indiferencia al terror. Como dice Castilla del Pino, a quien una vez le quemaron su pluma Waterman, dejar un objeto que es central en tu vida es abandonar un afecto. No se trata sólo de los mensajes que recibes y no obtienen respuesta; el problema es que tú mismo no generas este flujo de afecto, o de relación, que el móvil te proporciona. Los que dicen que se puede prescindir de él tienen una idea utilitaria del artefacto: ya no es objeto de trabajo, es un cordón umbilical muy difícil de cortar. Yo les digo: no veo la hora de controlar yo mismo el dichoso artilugio que vibra, hace daño, te provoca ansiedad, pero te resulta fatalmente imprescindible. Como un amor esquivo.
Debo decirlo con dolor: el jueves último, cuando volvió la esclavitud del móvil y del correo electrónico, sentí que esos artilugios, en efecto, completaban mi cuerpo.
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