Una copa de vino frente a la bahía
Sydney sorprende por sus playas, su grandeza y su gastronomía
Antes de que finalice el siglo, un pronóstico que hizo Ronald Reagan en 1986 seguramente se habrá hecho realidad. Existirá un avión espacial hipersónico capaz de transportar pasajeros de Madrid a Sydney en un par de horas. Hoy, entre cambios de avión y esperas en aeropuertos, el viaje dura, de puerta a puerta, un día y medio, más o menos lo que tardaría el avión hipersónico en llegar a la Luna.
Lo cual podría llevar a algunos a preguntarse: '¿Y qué tal si pasamos de la aventura australiana en esta vida y se la dejamos a nuestros nietos?'. Buena pregunta. Pero la respuesta es que no. Que si se puede, se debe ir a Sydney.
En parte por la sensación que a uno le da haber viajado a otro planeta. Clive James, escritor nacido en la capital australiana que reside en Londres desde hace 40 años, ha dicho que volver a vivir en Australia le resulta, por lo lejísimos que está de todo, tan poco probable como la idea de mudarse a Júpiter. Y es pecisamente Júpiter, o quizá Marte, en lo que uno piensa durante la mayor parte de las cinco horas que sobrevuela la isla más grande del mundo antes de aterrizar en el aeropuerto de Sydney. Al mirar por la ventana del avión, lo que uno ve es un paisaje implacablemente llano, azotado durante mil millones de años por un sol feroz, sobre el cual de vez en cuando se vislumbra lo que parece ser, y algunas veces es, la enorme huella de un meteorito.
Australia, un país del tamaño de Estados Unidos (si quitamos Alaska), es una tierra que carece de casi todas las necesidades básicas que requiere el ser humano para sobrevivir. Salvo la zona de la ciudad de Perth, en el océano Índico, y la franja oriental, tan larga como Chile, donde viven la gran mayoría de los 20 millones de habitantes, el resto es o desierto o, por el norte, pantano tropical. (Si alguien se ha preguntado alguna vez por qué no hay ciudades en la costa norte de Australia, o por qué no se aprovechan las playas para el turismo, aquí está la respuesta: una terrorífica abundancia de cocodrilos marítimos).
Como para compensar, Dios creó Sydney. Nada les tiene que envidiar la antigua colonia penal británica a las otras tres grandes ciudades oceánicas del mundo, Río de Janeiro, Ciudad del Cabo y San Francisco. Magníficas playas, de las que sueña todo el año en visitar la gente que vive en las ciudades normales del mundo, están a diez o quince minutos de los rascacielos del centro de Sydney. En coche, en tren o en barco. Una de las muchas cosas que resultan extrañas -extrañamente maravillosa- al que visita Sydney por primera vez, y que consolida esa percepción de haber llegado a un lugar mágicamente distinto, es que un alto porcentaje de la gente va al trabajo todos los días o en ferry o en taxi acuático. Y no por un riachuelo cualquiera, sino a lo largo del puerto de Sydney, 20 sinuosos kilómetros de bahías, acantilados, calas y parques arbolados que conservan, a pesar de los casi cuatro millones de seres humanos que viven a la orilla del agua, el aire de naturaleza virgen con el que se encontró el capitán Cook en el siglo XVIII.
Continente del pecado
¿Cómo son los australianos? No son como los americanos, como se apresuró a escribir el autor australiano Robert Hughes en la revista Time con motivo de los Juegos Olímpicos de 2000. 'Si usted cree que los australianos se parecen a los americanos y se quieren parecer más, estaría totalmente equivocado', escribió Hughes, autor de un magistral libro sobre la ciudad de Barcelona. 'El nacimiento de Anglo-Australia no estuvo acompañado de ningún idealismo. La colonización blanca en America comenzó como una iniciativa religiosa... Australia, en cambio, comenzó como el continente del pecado, el basurero para los criminales ingleses. Los australianos, a diferencia de los americanos, nunca han sentido que tenían una misión o un mensaje para un mundo caído'.
Los australianos son menos tensos que los americanos, menos obsesionados con lograr gloriosos objetivos, tengan éstos que ver con la acumulación de dinero, con la exportación de su democracia o con triunfar en la batalla contra el Mal. La expresión favorita del australiano (por ejemplo, como respuesta a la pregunta ¿qué tal?) es: 'No worries', literalmente 'Nada de preocupaciones'. Es decir, no nos compliquemos la vida, pasémoslo bien.
'La verdad', como dice Hughes, que vive hace muchos años en Nueva York, 'es que los australianos tienden a ser paganos por naturaleza. La ética que han desarrollado, especialmente los que son de Sydney, es buscar el placer en todas las áreas de la vida. Y todo lo tienen a favor: el delicioso clima de las costas, donde vivimos la mayoría; los dramáticos y seductores paisajes con sus poderosas olas y su arena dorada; los cuerpos bronceados; la comida (entre la más refinada, más creativa en el mundo), y los vinos, que son maravillosos'.
Se equivocaría uno al pensar que el neoyorquino Hughes, poseído quizá por un virulento ataque de nostalgia antipodeana, exagera las virtudes de su ciudad natal. Porque una de las grandes y más gratas sorpresas para el que visita Sydney por primera vez es lo bien que se come y se bebe.
Hay que reconocer que también se puede comer mal en Sydney, pero -a diferencia, por ejemplo, de cualquier ciudad inglesa- hay que hacer un esfuerzo para lograrlo. Se ha sugerido que se debe al instinto general por alejarse de la influencia histórica de Inglaterra, cuya cultura, aun así, sigue teniendo más peso que cualquier otra en Australia; o que tiene que ver con la rica tradición culinaria de los (relativamente) cercanos países asiáticos; o quizá por la variedad, calidad y abundancia indígena de frutas, vegetales, pescado y carnes -sin excluir el canguro- de todo tipo. Sea cual sea la explicación, lo que caracteriza la comida en Sydney es la frescura de la materia prima; el rigor -por no decir amor- con que se elabora en la cocina todo, hasta el más mínimo detalle, de lo que aparece en la mesa, y en muchos casos la combinación, o, como dicen allá, la fusión de cocina clásica europea con platos hindúes, japoneses, indonesios o tailandeses.
Ostras de Tasmania
Un restaurante, entre muchos, donde la comida es una garantía es el Café Sydney, en Circular Quay (Muelle Circular). Sentado en un glorioso día de verano en una terraza que da sobre las dos más famosas construcciones de la ciudad, el imponente puente que une las orillas norte y sur de la ciudad y el Teatro de la Ópera, uno observa el rutinario ir y venir de los ferrys, como si fueran autobuses urbanos, y más allá, los grandiosos catamaranes, mientras come una docena de ostras de Tasmania ligeramente regadas de vinagre de vino tinto o un gazpacho con ensalada de cangrejo y atún; seguido por un salmón tandoori con puré de lentejas y yogur de oveja, o quizá unos camarones gigantes fritos estilo chino en un wok con espinacas, chiles y tofu, y después un postre de pannacotta de mandarina con mango y frambuesas, todo acompañado por una botella espectacular de Sauvignon Blanc Cape Mentelle, y, en fin, cualquiera se convence de que la paliza del viaje no sólo valió la pena, sino que el lentísimo Jumbo subsónico lo ha transportado a un mundo mejor.
GUÍA PRÁCTICA
- Singapore Airlines (915 63 80 01) vuela a Sydney desde Madrid. 1.064 euros; oferta (plazas limitadas) hasta el 16 de mayo, 679; ambos, más tasas.
- Viajes El Corte Inglés (agencias) ofrece circuitos y paquetes con vuelo, hotel y coche de alquiler. Tres noches de hotel en Sydney, 297,50 euros por persona en habitación doble.
- Mayoristas como Catai o Nobel Tours (en agencias) tienen circuitos. Por ejemplo, 12 días de recorrido por Australia con Catai, 1.647 euros.
- Café Sydney (00 612 92 51 86 83 31). Alfred Street. Circular Quay. Cocina estilo fusión. Moderno. 30 euros.
- Otto (00 612 93 68 74 88). Area 8, The Wharf, 6 Cowper Wharf Road, en Wooloomoolooo. Cocina italiana; muy buen risotto de setas. 40 euros.
- Tetsuya's (00 612 92 67 29 00). 529 Kent Street. El restaurante más creativo; su chef, Tesuya Wakada, es japonés, aunque aprendió en las mejores cocinas francesas. 45 euros.
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