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Columna
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Tradición

La frase, tan rotunda como inexacta, se repite como una muletilla en foros y mentideros madrileños cada año por estas fechas: 'Los carnavales de Madrid carecen de tradición', suele decir el foráneo trasplantado al Foro, procedente por lo general de lugares con innegable tradición carnavalesca como Cádiz o las islas Canarias, y la concurrencia local rara vez objeta semejante sofisma, entre otras cosas porque los madrileños estamos habituados, resignados a envainar la lengua en estos casos, bien por desconocimiento palmario de las tradiciones autóctonas a reivindicar o por desmentir, ocasionalmente, nuestra característica y castiza fanfarronería, chulería y majeza, adjudicada en zarzuelas, sainetes y anecdotarios, cuyo extracto en polvo, rancio y apolillado todavía nos vende el ilustre Ayuntamiento de la Villa para captar apoyos entre los votantes más provectos de la urbe en fiestas de guardar.

Las tradiciones del Carnaval sufrieron un duro golpe durante la dictadura franquista; al dictador le debían producir pánico las máscaras, los embozados y los fantasmas. Cuentan las crónicas que en su paranoia llegó a prohibir la radiación de un hit popular de la posguerra, la necrofílica y carnavalesca Raskayú en la que los esqueletos del cementerio, con festivo estruendo de huesos, abandonaban sus tumbas para bailar una solemne sardana ante los ojos estupefactos del sepulturero enamorado, cuyas vicisitudes glosaba el impagable crooner Bonet de San Pedro.

Sólo aquellas provincias y ciudades en las que más enraizados estaban los carnavales aguantaron el tirón, disfrazándose con redundancia una vez más como fiestas de invierno y bajo otros eufemismos. El franquismo hizo desaparecer a Don Carnal y dejó a Doña Cuaresma, sin oponente, dueña del campo.

La tradición de prohibir los carnavales estaba bien asentada en las crónicas de una España de reyes beatos que solían ser al tiempo grandes pecadores y a menudo rehenes de la jerarquía eclesiástica, propiciadora de la gracia de Dios que legitimaba su gobierno y guardaba las llaves del cielo y del infierno. Los grandes inquisidores y los sibilinos confesores de palacio pugnaban contra la costumbre de aquellas fiestas diabólicas, que el pueblo contumaz e irreverente insistía en festejar públicamente. Los carnavales de Madrid delataban la supervivencia de saturnales y bacanales paganas relacionadas con los ciclos agrícolas y ganaderos y con las medievales fiestas del 'rey de los locos', que en el Madrid medieval fue el 'rey de los porqueros'. Los carnavales modernos de Madrid inician su tradición con Carlos III y sus ilustrados ministros. Mientras Esquilache recortaba capas y chambergos en nombre de la modernidad, el conde de Aranda importaba la tradición de los bailes de máscaras y comenzaba su particular pulso con la Inquisición, un pulso repleto de altibajos y treguas.

Los bailes de máscaras del teatro de 'Los Caños del Peral' tuvieron buenos y malos momentos y el falso caballero Giacomo Casanova, experto en carnavales y bacanales por partida doble, en su condición de veneciano y seductor, tuvo el privilegio de vivir los más álgidos con grave riesgo de su caballeresca dignidad, pues vio en el fandango cortesano la más lúbrica de las danzas, entre las muchas en las que había participado en su viajera existencia, y llegó a la falsa conclusión de que una mujer que prodigaba en público tan incitantes contoneos, propios de una danza de apareamiento, ya no podría negarle nada a su pareja de baile, incluso sobre la misma pista.

Entre las inclemencias eclesiásticas, políticas y climatológicas, el Carnaval en Madrid se fue asentando bajo techo en teatros, clubes, círculos y ateneos. El baile anual del Círculo de Bellas Artes es el eslabón recuperado de esta tradición burguesa y bohemia, ilustrada y golfa, aunque ya nadie entre los asistentes se atreva a lanzar el viejo grito de guerra que en los viejos tiempos marcaba el apogeo de la fiesta: 'Que se vayan las personas decentes', ante el que por supuesto nadie se daba por aludido. Quedan para la tradición y para orgullo de la literatura y de la plástica madrileñas, las crónicas desgarradas y las pinturas negras de Gutiérrez Solana, terribles estampas del lado más grotesco y feroz de Don Carnal, cuyo reinado cierra hoy la tétrica procesión profana del Entierro de la Sardina.

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