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OPINIÓN
Columna
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Colección privada

Tendemos a pensar en el arte como en un objeto suntuario, y por eso nos cuesta entender que alguien lo requiera con el fin de ocultarlo, de acariciarlo a escondidas como si se tratase del producto clandestino de un pecado que es preferible no divulgar. Los cuadros y las estatuas sirven para deslumbrar a los amigos, para hacer que los comensales se detengan frente a la cartela la noche en que celebramos alguna cena en casa y podamos disertar sobre el autor y su estilo con un docto catálogo en la mano. Hace dos semanas fui a la ópera al Maestranza y pude comprobar que tampoco la música escapa de esa lógica exhibicionista: en el bar, en las butacas de al lado, en el pasillo por el que corren los últimos espectadores después de resignarse a abandonar en el cenicero un cigarrillo a medias, todos presumen de su conocimiento del compositor y de la partitura como si hubieran tomado parte en su redacción, como si les tocase algo de la gloria alejada de la mano que emborronó los pentagramas. Siendo como es una ceremonia social, resulta difícil de comprender que alguien reserve al arte una función de onanismo privado, buscando satisfacer su placer propio a salvo de las miradas del prójimo. Pienso en los ladrones del piso de la señora Koplowitz, que tendrán que gozar de sus cuadros en el interior de un sótano, detrás de una barrera de pestillos y cortinas, temerosos del más inofensivo rayo de luz que pueda alertar a la policía. Pienso, sobre todo, en aquel desquiciado que a principios del siglo pasado robó La Gioconda del Louvre para refugiarla debajo del colchón de su cama, a la que se asomaba con temor antes de ir a dormirse, seguramente asaltado por la incredulidad que le merecía su propia hazaña.

Hace unos días, la Guardia Civil y la Junta intervenían la colección privada de un vecino de Écija que contaba con más de 200.000 piezas arqueológicas de valor considerable. La actuación policial se halla disculpada por las leyes: es lícito quedarse con lo que uno encuentra abandonado en la acera, pero no con lo que hay debajo de ella. A sabiendas de que se trataba de material robado, este señor fue acumulando en su finca lo que supongo que serían trozos de bustos, mosaicos, vasijas desportilladas y demás residuos que el tiempo abandona en los pozos. Yo me pregunto qué hacía su dueño con todas estas maravillas si no podía mostrarlas: me lo imagino en la avaricia de su museo, protegido de la luz y las miradas ajenas bajo cortinajes espesos, entretenido en dedicar tarde a tarde caricias a aquellas cabezas de mármol que nadie más que él podía mimar. El placer estético, como todos los placeres, exige compañía: harto de sus borracheras solitarias, el coleccionista de Écija había puesto a disposición de la Consejería de Cultura la totalidad de sus piezas en varias ocasiones, pero no fue escuchado. Ahora por fin la ley le ha liberado de esa maldición y puede concurrir a las salas de exposiciones con el resto de las personas, señalar los objetos, reconocer el estilo del autor y su fecha; y regresar a casa mucho más contento y satisfecho de su sensibilidad que cuando guardaba a todos aquellos pobres rehenes en el desván de la finca. Ahora sí que habrá descubierto lo que es de verdad disfrutar del arte, y podrá dormirse cada noche con una sonrisa de satisfacción en los labios.

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