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Columna
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Los teléfonos

Después de al Ayuntamiento, la mayor parte de las iras ciudadanas se dirigen a la compañía Telefónica, un servicio que empeora y donde todavía no se han enterado de que dejó de ser un monopolio. Habrá carreras el día, cercano al parecer, que se instalen uno o más competidores. La mayoría de los contemporáneos no alcanzan la época en que Madrid estaba dividido, a estos efectos comunicativos, en zonas, según los barrios. Yo tampoco, quizás porque en mi niñez los niños jamás hablaban por teléfono, e incluso era muy raro que interrumpieran a los mayores. El teléfono empezó a ser acaparado, al llegar la II República, por las chicas con novio, que pasaban las horas muertas pelando la pava a través del invento.

El diálogo lo establecía el usuario por medio de las telefonistas, un cometido esencialmente femenino, a quienes se les daba el invariable trato de señoritas. Cuando surgía la reclamación, el personaje era la vigilanta. La demanda del teléfono siempre fue superior a la oferta y conseguir una línea era signo de omnipotencia social. Establecer una conferencia interurbana -no digamos internacional- significaba una proeza reservada a pocos mortales. Mis tareas profesionales me llevaban fuera de España, en los años cincuenta y sesenta, con frecuencia, y pasaba la mayor parte de mis estancias esperando comunicación con Madrid. Es la vez, en mi vida, que he deseado ser ministro o gran preboste del régimen, pues tenía el convencimiento de que eran los únicos seres humanos capaces de hablar a distancia dentro de un tiempo razonable. Quizás de esa época date el reprobable hábito que los españoles tienen de hablar a gritos, pues las interferencias, ruidos, parásitos e interrupciones irritaban al usufructuario, que acababa desgañitándose.

Ahora, la Telefónica nos rejuvenece en medio siglo, renovando los sistemas de sacarnos de quicio al ritmo que nos sacan los cuartos. Las averías, si no tan frecuentes, son irremediables tras el sometimiento a múltiples aduanas y obstáculos. Con la antigua señorita telefonista o con la vigilanta, podía uno enfadarse, e incluso llegar al intercambio de invectivas, pues ellas no eran mancas al respecto, pero ahora se experimenta una sensación de irremisible impotencia. En el servicio de averías nos atiende, casi siempre, una persona del sexo femenino cuya misión es la de interrumpir en esa instancia cualquier reclamación. Están especialmente adiestradas en mantener la ficción de que la demanda es reconocida y trasladada a las competencias técnicas, lo cual no suele ser cierto. Escuchan cortésmente, eso sí, informándonos con cautela de que si el teléfono es de nuestra propiedad la visita y la reparación serán cobradas, pretensión que se acepta por no quedar incomunicado largo tiempo. Algún imbécil experto en marketing ha impuesto que nos llamen por el nombre de pila, con el don delante, don Federico, doña Clotilde, para dorar la píldora. El sábado 5 de febrero, hacia las 11.30, un sostenido e inusual timbrazo precedió a la suspensión de la línea; utilizando la gentileza de un vecino di cuenta de la avería y fui informado de que su reparación se llevaría a cabo entre las 24 y las 48 horas siguientes, lo que da una idea de la pobreza de medios de la CT. Durante siete largos días recordé mi caso, sin que fuera remediado hasta el momento de enviar este artículo a EL PAÍS -por medio de un fax prestado, no a través de Internet-. De todo ello debe haber constancia en la memoria cibernética de agravios de esa empresa.

Ignoro cómo funcionan los departamentos de averías telefónicas en Afganistán o en Somalia, pero difícilmente serán menos eficientes que los de aquí. La Compañía empezó siendo de mayoritario capital norteamericano, ahora no sabemos a quién pertenece, aunque un pequeño paquete en unas solas manos le atribuya el control. El teléfono, después de la electricidad, condiciona nuestra vida familiar, la fluidez en los negocios, las relaciones sentimentales de nuestras hijas, añadiendo el acceso de los niños menores de doce años, hasta que disponen de su propio digital. Esto ha complicado, por supuesto, el manejo de tal tecnología, pero teniendo en cuenta las fuertes y arriesgadas inversiones en el extranjero (¡Hay que ver la operación argentina!) parece exigible una correcta atención en casa antes de meterse en esas camisas de once varas. Exportar incompetencia no parece política rentable, ni siquiera en el corto plazo, y en otras circunstancias eso se llamaba abuso intolerable de poder. Ahora, no sé. El asunto, increíble y rocambolesco que imagino hartamente repetido, quizás tenga continuación. Usuarios versus Telefónica.

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