El motín de Esquilache
Supongo que recordarán este pintoresco episodio de los libros de Historia del Bachillerato que a mí siempre me llamó la atención. Resulta que en 1766 el pueblo de Madrid se lanza a la calle y se amotina para exigir la destitución de Esquilache, un ministro de Carlos III. Su pecado: prohibir las capas largas y los sombreros redondos. ¡Vaya hombre!, y por esto caía un ministro, por pedir luz y taquígrafos en la vía pública. De momento me quedé con la impresión -todavía no superada- de que somos un país poco serio en el que la gente se preocupa de tonterías, pero es incapaz de exigir sus derechos y de afrontar sus responsabilidades. Años después volví al dichoso Esquilache, ya en la Facultad, y me enteré de más cosas, por ejemplo de que lo que había detrás del motín era la desesperación popular por el precio del pan, a cuyo encarecimiento había contribuido la mala política financiera de Esquilache y, también, el tren de vida dispendioso que el personaje se permitía, sin duda con fondos públicos.
Acabáramos. También descubrí, por cierto, algo más: que el levantamiento no era ajeno a la inducción de ciertos nobles, que deseaban el puesto del ministro, y de las altas jerarquías (¿lo adivinan?) de la Iglesia. ¿Que por qué les cuento todo esto? Porque la historia de Esquilache me hizo desconfiar desde entonces en adelante de los levantamientos populares: Puede ser, me dije, que a veces el pueblo tenga toda la razón y, sin embargo, se equivoque de enemigo. Es lo que, tal vez, esté ocurriendo ahora con la reválida.
De repente, nos encontramos con un enfrentamiento político de largo alcance y (ya lo verán) de no menos larga duración en el que parece apuntar un reparto de funciones claro: de un lado, el gobierno, a favor; de otro, la oposición, como un solo hombre, en contra. Es lo lógico, me digo. Pero en seguida me quedo sumido en la mayor perplejidad cuando descubro que este mismo periódico nos trae un informe sobre el estado de la cuestión en los principales países de la UE, esos a los que queremos parecernos, y todos (Francia, Italia, Alemania, Gran Bretaña) tienen una prueba de madurez al final de la enseñanza secundaria. Más aún: hoy mismo leo (en la Süddeutsche Zeitung, periódico progresista de Múnich: nada que ver con nuestro debate, pues) que el presidente de la Sociedad Max Planck pide un Zentralabitur para todos los estados federales alemanes, o sea, una especie de reválida común a todos. ¿Cuál es, pues, el problema, la reválida u otra cosa, la longitud de las capas o el precio del pan? Tengo la impresión de que a los políticos de la oposición alguien les está tendiendo una trampa, como otrora al pueblo de Madrid, y ellos están cayendo como parvulillos. Dicen que van a encabezar todas las manifestaciones que se preparan contra la reválida. Realmente, se lo ponen fácil al gobierno. De aquí a decir que sus compañeros de manifestación serán los peores estudiantes, los que se sienten incapaces de aprobar una reválida, media un paso -que ya se ha dado-, y de ahí a sugerir que se trata de los del botellón, media otro no mucho mayor. La secuencia de acontecimientos es previsible: la oposición acusará al gobierno de querer restaurar un sistema 'franquista' (que yo sepa en la República también había reválida). Entonces el gobierno, cargándose de razones y poniendo su acostumbrada cara de salvador de la patria, puede hacer dos cosas: o imponer la prueba con el rodillo parlamentario (estilo LOU) o retirarla imputando a la oposición las consecuencias del desastre educativo español. Que son muchas, porque el desastre es mayúsculo. En resumen: empate técnico, gobierno: 1; oposición: 1. Apañados estamos.
Vuelvo a Esquilache: ¿no será que el problema no es la reválida, sino la Educación? ¿Por qué no se abre un debate público sobre el estado de la Educación en España? Se lo diré: porque ni gobierno ni oposición están interesados en airear sus vergüenzas y es muy posible que el espectáculo que se avecina, con el consiguiente reparto de puntos, les interese a ambos. Vayamos con el gobierno. A mí no deja de ponerme mosca que el valedor de la reválida sea precisamente un gobierno conservador. Al fin y al cabo, la responsable del desastre educativo inglés, que dio al traste con la calidad de sus universidades y se tradujo en que la educación dejó de ser una palanca de promoción social, fue precisamente Margaret Thatcher. Hasta ese momento, la democracia británica era una meritocracia, se basaba en el gobierno de los mejores; a partir de ese momento se convirtió en una plutocracia, en el gobierno de los más ricos. Así de simple. Y nuestro gobierno conservador, ¿para qué engañarnos?, ha fomentado hasta ahora de manera escandalosa la plutocracia, el predominio de la enseñanza privada de pago sobre la pública. Nunca había habido tantos barracones en los institutos, tanto desánimo en los profesores, tanta violencia en los alumnos. Incluso los padres progresistas empiezan a mandar a sus hijos a los centros privados, empezando por algunos conocidos políticos de la oposición. Como comprenderán, en estas circunstancias, todo el discurso oficial sobre la ley de calidad de la enseñanza parece una broma. ¿No se estarán refiriendo a la privada, no querrán la reválida para seleccionar mejor a sus ejecutivos ante la evidencia de que la globalización empieza a ponerles cruda la competencia con aspirantes de otros países del primer mundo?
Y ahora, la oposición. Ni que lo que hicieron en educación fuera presentable. Es posible que las intenciones de ese señor que tiene nombre de cantante de ópera bufa, el señor Marchesi, fuesen buenas, pero lo que es seguro es que estamos a la cola de Europa y al Informe Pisa me remito. La idea de generalizar la educación hasta los dieciséis años era progresista, sin duda. Pero la educación, no la simple estabulación, que es lo que tenemos hoy. Dicen que falta dinero. Es verdad, mas las carencias ya se daban en su época, los de ahora se han limitado a agravarlas. Mientras el principal partido de la oposición se siga rasgando las vestiduras y haciendo como que la proyectada reválida atenta contra un logro memorable, esto no tiene solución. Remedando el viejo aforismo bolchevique de 'a cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus capacidades', tengo que decir que la ESO no es precisamente sospechosa de izquierdismo: no sólo no satisface las necesidades educativas del pueblo, es que, además, impide la promoción social de sus hijos mejor preparados.
Ahora entiendo de qué va toda esta movida de la reválida. No es el motín de Esquilache, no, es mucho peor. Aprovechando que estamos en carnaval, nuestros políticos se han disfrazado y han cambiado los papeles. Los de izquierdas proclaman jubilosos que éste de la educación en España es el mejor de los mundos y los de derechas se aprestan a hacer la revolución. En medio, la reválida, o sea el entierro de la sardina. Menos mal que luego viene la Cuaresma.
Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.
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