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EL DEBATE POLÍTICO EN EUSKADI
Columna
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Inquisiciones

Apuesta el autor por reorientar la política vasca a partir del reconocimiento de la falta de libertad de muchos ciudadanos

Como el asno de Buridán, el PSE-EE parece colocado entre dos polos que lo abocan a la muerte por hambre. Esa es la apreciación general y en ella se apoyan todos los análisis acerca de cualquiera de sus movimientos; haga lo que haga siempre lo hará mirando a uno de sus lados, enfrente sólo parece hallarse el vacío. Según lo que haga, además, el lado PNV o el lado PP lo recompensarán con promesas o batacazos, ese es el heno al que parece condenado desde que se convirtió en el asno bonito de nuestra historia. Triste destino el del asno, condenado a servir y acusado encima de todas las querencias y debilidades de las que sus amos, y no él, disfrutan.

No es de extrañar que los socialistas vascos -olvidémonos ya del asno- estén desconcertados e incluso se sientan humillados. Tampoco sorprende que intenten buscar el lugar que les corresponde en la escena política vasca: el de un partido con vocación de gobernar, con un proyecto que sacar adelante, y no como fuerza vicaria sino mandando. Grave delito, al parecer, propio de codiciosos, de ansiosos de poltrona, frente a la generosa disposición de uno y otro de sus amos, fieles servidores del interés general que olvidan el buen asentamiento de sus posaderas y que reparten poltronas a diestro y siniestro, ahí sí con verdadera largueza.

La pretensión del 'lehendakari' resulta falaz: no existe ningún 'al margen de ETA'

Nadie duda hoy entre los socialistas vascos de que en Euskadi no hay libertad. Sufren esa carencia en sus carnes, de ahí que resulte ocioso centrar el debate en esa palabra. Tampoco dudan de que el terrorismo de ETA sea el primero de nuestros problemas. No necesitan repetirlo a todas horas para que les creamos. Hay todo un reguero de víctimas en sus filas y todos, absolutamente todos, están amenazados por el hecho de ser lo que son. Nadie está en mejor disposición que ellos, por lo tanto, no ya para salvar la memoria de las víctimas, sino para hacer de ellas el centro de la política vasca. El ciudadano vasco -sin excepciones, salvo la de los asesinos y sus colaboradores- es una víctima, y conviene asumir esta premisa para hacer hoy en Euskadi una política fundada en el ciudadano. Sobran las consideraciones de grado, sobra todo planteamiento de bando, de si algunos son más víctimas que otros y si merecen por ello una consideración mayor, un crédito político que a los otros les sería negado. Cualquier reflexión de esta naturaleza, y son moneda corriente, jamás escapará a la sospecha de instrumentalizar el horror.

No pretendo ser desconsiderado. Sé que existe una verdadera cacería política, sin disimulo alguno ya desde el final de la tregua, sobre los militantes y simpatizantes de los partidos no nacionalistas. Yo mismo me puedo sentir, por motivos objetivos, más victimizado que cualquiera de mis vecinos. Pero la persecución política, por su simple existencia, no victimiza sólo a los señalados, sino que victimiza a toda la sociedad. La víctima es una persona a la que se le niega su condición de ciudadano al pretender privarle, cuando no del derecho a la vida, de sus derechos de expresión y de participación cívica. Y el ámbito de las víctimas nunca está cerrado desde el momento mismo en que se constituye. Dependerá de los intereses coyunturales del victimario -ETA en nuestro caso- que el círculo de la persecución se amplíe o se reduzca. Pero aunque no fuera así, aunque el ámbito de los perseguidos fuera limitado y restringido stricto sensu a los no nacionalistas, la existencia de un colectivo sin derecho de ciudadanía viciaría la política de raíz y la obligaría a definirse sobre su propia naturaleza. ¿Puede la política ser democrática sin reconocer que su sólo ejercicio condena a la persecución y a la muerte? ¿Y en qué puede consistir ese reconocimiento sino en la consideración igualitaria de un estado de preciudadanía común a todos, en definitiva, en la redefinición del ciudadano vasco como víctima?

Desde esta perspectiva, la pretensión del lehendakari Ibarretxe de que hay que hacer política al margen de ETA resulta falaz, porque no existe ningún 'al margen de ETA'. Mientras haya perseguidos, y lo sean por sus ideas políticas, la presunción de que se pueda hacer política, de que cada cual pueda defender sus ideas, sólo es síntoma de desconocimiento o de abuso. Supone, de hecho, el consentimiento implícito de una desigualdad de base y la ignorancia, también implícita, de ese sector de la ciudadanía carente de derechos, la ausencia de reconocimiento de la víctima. Supone, más aún, la consolidación de una sociedad dividida entre las víctimas y quienes no lo son, entre los que sí pueden defender sus ideas y quienes verían en serio riesgo su vida si intentaran hacerlo. Una política que parte de la premisa del ciudadano-víctima universal sólo puede prosperar desde el abrazo con la víctima y eso tiene un nombre: pacto. Resulta un sarcasmo oírle decir al lehendakari que es un campeón del diálogo porque ha conseguido conformar un Gobierno tripartito cuando les está negando el pan y la sal a los partidos que son , hoy por hoy, las víctimas señaladas.

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Por el otro lado, el Partido Popular no puede pretender que su único capital político sean las víctimas o limitarse a denunciar machaconamente la falta de libertad sin decirnos qué va a hacer para devolvérnosla. No debe presentarse como la alternativa sin explicarnos exactamente en qué consiste ésta. Las víctimas, sus víctimas, no constituyen un programa político, y convertirlas en tal significa caer (eso sí, desde el lado del sufrimiento) en el mismo error en que caen los nacionalistas. Significa acotar el lado de las víctimas y enfrentarlas a quienes previamente se les ha marcado con el estigma de que no lo son, sentando las bases de una confrontación a futuro que no sería superada por la alternancia en el poder, salvo si ésta se produjera tras la desaparición de ETA. Si reconocemos que vivimos en una situación prepolítica, tendremos que actuar en consecuencia y no aplicar esquemas que sólo sirven para situaciones de democracia plena: la alternancia, por ejemplo, como prueba de convalidación democrática. La asunción de la premisa del ciudadano-víctima que ha de servir para reorientar la política vasca, exige una voluntad de pacto con todas las fuerzas políticas que se hallan fuera del círculo de la violencia. La voluntad de ampliación, por ejemplo y como paso primero, del pacto antiterrorista, incorporando a él a los partidos nacionalistas vascos, ahora que Lizarra no es ya un obstáculo para ello y teniendo en cuenta que el pacto podría evitar cualquier hipotético Lizarra II que pudiera estar diseñándose. Otra cosa es que los nacionalistas estuvieran dispuestos a ello, sobre lo que tengo mis fundadas dudas, pero hay que esforzarse para que se avengan a ello, sin ceder, claro está, en los principios democráticos.

Exige también una voluntad de pacto con los socialistas. Lo hay ya en la política antiterrorista y es posible que la marcha de los acontecimientos aconseje ampliarlo a otros campos, pero es evidente que ha de fundarse en nuevas bases que primen los contenidos sobre la mera actitud de resistencia, y que ha de asentarse en el respeto mutuo , hoy a veces inexistente. Las víctimas, es cierto, marcan una línea fronteriza en la política vasca, pero no pueden convertirse en un rehén que sirva de pretexto para posturas maniqueas de valor absoluto. Cualquier disensión entre el PSE y el PP se carga siempre en el debe de los primeros, a los que se les acusa rápidamente de abandonar el campo de la libertad y de aproximarse a los verdugos. El PP ha conseguido fundar un lugar sagrado, haciendo de él un foco de irradiación política por desactivación. Porque es el lugar de la nada, de la no ideología, del no programa, del no cuestionamiento de una situación dada, de lo que hay, a lo que ha convertido en esencia de la democracia, convertida a su vez en una ideología de perfil único. Y son las víctimas, de las que se reviste por expropiación, las que fundan ese lugar sagrado que ha de actuar por imantación hasta que todos se unan a la causa. Encomiable tarea si el PP fuese una organización humanitaria y no un partido político que aspira al poder. Y en tanto que aspira al poder, nos ha de mostrar sus cartas más allá de su machaconería en lo sagrado, de esa tabuización de lo político que le permite, dada su situación de privilegio, convertir a los demás en comparsas al servicio de sus aspiraciones.

Afirmaba Jaime Mayor Oreja que la izquierda sociológica ha hecho más en la lucha contra el terrorismo que la derecha económica. Y tiene razón. Sin embargo, es la derecha, bien sea nacionalista o no nacionalista, la que está capitalizando ese esfuerzo, y arrastrando como un imán a la militancia de izquierda, volcada hacia esos dos polos únicos, de derechas ambos, que han hecho de lo sagrado el ámbito de comparecencia de la política. El problema puede estar en los partidos de izquierda, en sus cúpulas, en sus líderes, incapaces de hallar un espacio propio, ese que no está a uno u otro lado, sino enfrente, ese que, recogiendo la situación de preciudadanía como condición propia del vasco, trate de fundar el lugar de lo político como lo que realmente es: el lugar de la libertad, la integración, la participación, el debate sin coacciones. Y eso, hoy por hoy, exige agrupar, pactar sin exclusiones con quienes no forman parte del círculo de la violencia y señalar con claridad a quienes no están por la labor.Como el asno de Buridán, el PSE-EE parece colocado entre dos polos que lo abocan a la muerte por hambre. Esa es la apreciación general y en ella se apoyan todos los análisis acerca de cualquiera de sus movimientos; haga lo que haga siempre lo hará mirando a uno de sus lados, enfrente sólo parece hallarse el vacío. Según lo que haga, además, el lado PNV o el lado PP lo recompensarán con promesas o batacazos, ese es el heno al que parece condenado desde que se convirtió en el asno bonito de nuestra historia. Triste destino el del asno, condenado a servir y acusado encima de todas las querencias y debilidades de las que sus amos, y no él, disfrutan.

No es de extrañar que los socialistas vascos -olvidémonos ya del asno- estén desconcertados e incluso se sientan humillados. Tampoco sorprende que intenten buscar el lugar que les corresponde en la escena política vasca: el de un partido con vocación de gobernar, con un proyecto que sacar adelante, y no como fuerza vicaria sino mandando. Grave delito, al parecer, propio de codiciosos, de ansiosos de poltrona, frente a la generosa disposición de uno y otro de sus amos, fieles servidores del interés general que olvidan el buen asentamiento de sus posaderas y que reparten poltronas a diestro y siniestro, ahí sí con verdadera largueza.

Nadie duda hoy entre los socialistas vascos de que en Euskadi no hay libertad. Sufren esa carencia en sus carnes, de ahí que resulte ocioso centrar el debate en esa palabra. Tampoco dudan de que el terrorismo de ETA sea el primero de nuestros problemas. No necesitan repetirlo a todas horas para que les creamos. Hay todo un reguero de víctimas en sus filas y todos, absolutamente todos, están amenazados por el hecho de ser lo que son. Nadie está en mejor disposición que ellos, por lo tanto, no ya para salvar la memoria de las víctimas, sino para hacer de ellas el centro de la política vasca. El ciudadano vasco -sin excepciones, salvo la de los asesinos y sus colaboradores- es una víctima, y conviene asumir esta premisa para hacer hoy en Euskadi una política fundada en el ciudadano. Sobran las consideraciones de grado, sobra todo planteamiento de bando, de si algunos son más víctimas que otros y si merecen por ello una consideración mayor, un crédito político que a los otros les sería negado. Cualquier reflexión de esta naturaleza, y son moneda corriente, jamás escapará a la sospecha de instrumentalizar el horror.

No pretendo ser desconsiderado. Sé que existe una verdadera cacería política, sin disimulo alguno ya desde el final de la tregua, sobre los militantes y simpatizantes de los partidos no nacionalistas. Yo mismo me puedo sentir, por motivos objetivos, más victimizado que cualquiera de mis vecinos. Pero la persecución política, por su simple existencia, no victimiza sólo a los señalados, sino que victimiza a toda la sociedad. La víctima es una persona a la que se le niega su condición de ciudadano al pretender privarle, cuando no del derecho a la vida, de sus derechos de expresión y de participación cívica. Y el ámbito de las víctimas nunca está cerrado desde el momento mismo en que se constituye. Dependerá de los intereses coyunturales del victimario -ETA en nuestro caso- que el círculo de la persecución se amplíe o se reduzca. Pero aunque no fuera así, aunque el ámbito de los perseguidos fuera limitado y restringido stricto sensu a los no nacionalistas, la existencia de un colectivo sin derecho de ciudadanía viciaría la política de raíz y la obligaría a definirse sobre su propia naturaleza. ¿Puede la política ser democrática sin reconocer que su sólo ejercicio condena a la persecución y a la muerte? ¿Y en qué puede consistir ese reconocimiento sino en la consideración igualitaria de un estado de preciudadanía común a todos, en definitiva, en la redefinición del ciudadano vasco como víctima?

Desde esta perspectiva, la pretensión del lehendakari Ibarretxe de que hay que hacer política al margen de ETA resulta falaz, porque no existe ningún 'al margen de ETA'. Mientras haya perseguidos, y lo sean por sus ideas políticas, la presunción de que se pueda hacer política, de que cada cual pueda defender sus ideas, sólo es síntoma de desconocimiento o de abuso. Supone, de hecho, el consentimiento implícito de una desigualdad de base y la ignorancia, también implícita, de ese sector de la ciudadanía carente de derechos, la ausencia de reconocimiento de la víctima. Supone, más aún, la consolidación de una sociedad dividida entre las víctimas y quienes no lo son, entre los que sí pueden defender sus ideas y quienes verían en serio riesgo su vida si intentaran hacerlo. Una política que parte de la premisa del ciudadano-víctima universal sólo puede prosperar desde el abrazo con la víctima y eso tiene un nombre: pacto. Resulta un sarcasmo oírle decir al lehendakari que es un campeón del diálogo porque ha conseguido conformar un Gobierno tripartito cuando les está negando el pan y la sal a los partidos que son , hoy por hoy, las víctimas señaladas.

Por el otro lado, el Partido Popular no puede pretender que su único capital político sean las víctimas o limitarse a denunciar machaconamente la falta de libertad sin decirnos qué va a hacer para devolvérnosla. No debe presentarse como la alternativa sin explicarnos exactamente en qué consiste ésta. Las víctimas, sus víctimas, no constituyen un programa político, y convertirlas en tal significa caer (eso sí, desde el lado del sufrimiento) en el mismo error en que caen los nacionalistas. Significa acotar el lado de las víctimas y enfrentarlas a quienes previamente se les ha marcado con el estigma de que no lo son, sentando las bases de una confrontación a futuro que no sería superada por la alternancia en el poder, salvo si ésta se produjera tras la desaparición de ETA. Si reconocemos que vivimos en una situación prepolítica, tendremos que actuar en consecuencia y no aplicar esquemas que sólo sirven para situaciones de democracia plena: la alternancia, por ejemplo, como prueba de convalidación democrática. La asunción de la premisa del ciudadano-víctima que ha de servir para reorientar la política vasca, exige una voluntad de pacto con todas las fuerzas políticas que se hallan fuera del círculo de la violencia. La voluntad de ampliación, por ejemplo y como paso primero, del pacto antiterrorista, incorporando a él a los partidos nacionalistas vascos, ahora que Lizarra no es ya un obstáculo para ello y teniendo en cuenta que el pacto podría evitar cualquier hipotético Lizarra II que pudiera estar diseñándose. Otra cosa es que los nacionalistas estuvieran dispuestos a ello, sobre lo que tengo mis fundadas dudas, pero hay que esforzarse para que se avengan a ello, sin ceder, claro está, en los principios democráticos.

Exige también una voluntad de pacto con los socialistas. Lo hay ya en la política antiterrorista y es posible que la marcha de los acontecimientos aconseje ampliarlo a otros campos, pero es evidente que ha de fundarse en nuevas bases que primen los contenidos sobre la mera actitud de resistencia, y que ha de asentarse en el respeto mutuo , hoy a veces inexistente. Las víctimas, es cierto, marcan una línea fronteriza en la política vasca, pero no pueden convertirse en un rehén que sirva de pretexto para posturas maniqueas de valor absoluto. Cualquier disensión entre el PSE y el PP se carga siempre en el debe de los primeros, a los que se les acusa rápidamente de abandonar el campo de la libertad y de aproximarse a los verdugos. El PP ha conseguido fundar un lugar sagrado, haciendo de él un foco de irradiación política por desactivación. Porque es el lugar de la nada, de la no ideología, del no programa, del no cuestionamiento de una situación dada, de lo que hay, a lo que ha convertido en esencia de la democracia, convertida a su vez en una ideología de perfil único. Y son las víctimas, de las que se reviste por expropiación, las que fundan ese lugar sagrado que ha de actuar por imantación hasta que todos se unan a la causa. Encomiable tarea si el PP fuese una organización humanitaria y no un partido político que aspira al poder. Y en tanto que aspira al poder, nos ha de mostrar sus cartas más allá de su machaconería en lo sagrado, de esa tabuización de lo político que le permite, dada su situación de privilegio, convertir a los demás en comparsas al servicio de sus aspiraciones.

Afirmaba Jaime Mayor Oreja que la izquierda sociológica ha hecho más en la lucha contra el terrorismo que la derecha económica. Y tiene razón. Sin embargo, es la derecha, bien sea nacionalista o no nacionalista, la que está capitalizando ese esfuerzo, y arrastrando como un imán a la militancia de izquierda, volcada hacia esos dos polos únicos, de derechas ambos, que han hecho de lo sagrado el ámbito de comparecencia de la política. El problema puede estar en los partidos de izquierda, en sus cúpulas, en sus líderes, incapaces de hallar un espacio propio, ese que no está a uno u otro lado, sino enfrente, ese que, recogiendo la situación de preciudadanía como condición propia del vasco, trate de fundar el lugar de lo político como lo que realmente es: el lugar de la libertad, la integración, la participación, el debate sin coacciones. Y eso, hoy por hoy, exige agrupar, pactar sin exclusiones con quienes no forman parte del círculo de la violencia y señalar con claridad a quienes no están por la labor.

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