Turismo
¿Qué impulso anima al viajero a tomar las maletas, a aprovechar el mes de vacaciones no dormitando tranquilamente en el sillón de la salita sino extraviándose entre aeropuertos y restaurantes de comida rápida? ¿Qué ha movido a estos hombres de país en país con sus camadas de niños aburridos, las cámaras fotográficas al hombro, la fatiga concentrada en las bolsas de los ojos del atleta que ha sobrepasado el límite de su esfuerzo?
Podemos comenzar por barruntar que el turista posee un afán de aventura que le obliga a renegar de la comodidad burguesa para canjearla por el pantalón corto. Respuesta improcedente: las agencias cada vez ofrecen excursiones más milimétricas, sin un solo resquicio para el imprevisto, matando de antemano el gusano de la sorpresa. Bien, tal vez el turista sólo desea descansar. Respuesta que aparece con mucha frecuencia en los labios de los propios afectados, pero que desmiente de manera flagrante su plan de viaje: madrugones, caminatas eternas por los cascos históricos, calor, sed, agotamiento final. Seguramente todo pueda reducirse a un afán de conocimiento, de abordaje de nuevas culturas y pueblos.
Es por esto por lo que cada año tiene lugar la gran Feria del Turismo Fitur, a la que Andalucía aporta no pocos materiales y promesas. He leído que en esta edición, incluso, ciertos ayuntamientos como el de Torremolinos han decidido acudir con una representación propia además de la común que facilita la Junta: todo para la reconquista del público yanqui, que tanto ha alejado el terrorismo islámico. Sí, seguramente sea el anhelo etnográfico de traspasar la propia civilización para asomarse a una distinta la que motive el turismo; y por eso en la feria, entre los luminosos escaparates de los stands y las señoritas con uniforme, se exhiben carteles con palacios árabes, vestidos de faralaes, sol y murallas, que resumen como una metáfora la colorida riqueza del espíritu andaluz.
Ante todo el turista es un cliente, y por eso hay que darle lo que pide: porque el cliente siempre tiene razón. Para que el hombre regrese contento a casa, debemos mostrarle lo que desea ver, convencerle de que ha dejado atrás Alemania o EE UU o Japón y ha penetrado en un orden completamente nuevo, donde todo es diferente, irrepetible. De acuerdo con la exigencia del turismo, Andalucía -como Venecia, o Praga, o Miami- se sintetiza, queda reducida a su fórmula, pasa a convertirse en un producto de consumo rápido o un remedio contra la gripe producido en laboratorio. Igual que París es la Torre Eiffel o el Taj Mahal resume la península entera de la India, Andalucía se encuentra en el flamenco y la mezquita, algo directo, veloz, contundente, sin circunloquios ociosos: algo que el turista puede fotografiar y preservar sin dificultad en su abigarrada memoria. Naturalmente, este método olvida que la búsqueda de lo singular vuelve idénticos a todos los enclaves turísticos; todos aspiran a un modelo perfecto, que es ni más ni menos el parque temático. Al fin y al cabo, el turista no paga el descanso, ni la aventura, ni la curiosidad, sino el derecho a afirmar: yo estuve allí. Y siempre es más cómodo e higiénico viajar a Port Aventura que llenarse el calzado de polvo entre las ruinas de Atenas, por no hablar de precios.
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