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Columna
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Y Aznar subió a los cielos

Josep Ramoneda

Me cuento entre los raros ciudadanos que desde el primer momento creyeron a Aznar cuando dijo que no se volvería a presentar. Es más, pienso que es una idea sobresaliente que puede dar a Aznar el plus de grandeza que, pese a sus éxitos, siempre le faltó. En un mundo en el que nadie regala nada -y mucho menos una parcela de poder-, que un presidente de gobierno que no está en situación de riesgo diga que se va parece tan absurdo que la resabiada opinión pública tardó mucho en tomarlo en serio. La primera reacción fue especular sobre qué calculo había detrás del anuncio. Durante meses y meses se dijo que Aznar sólo buscaba un clamor de sus bases para volverse a presentar. El congreso del PP desmiente definitivamente esta hipótesis. Aznar hace siempre lo contrario de lo que dice, afirmaban los que estaban decididos a mantener hasta el final que el presidente iba de farol. Por una vez, habrá concordancia entre lo que Aznar ha dicho y lo que hará.

No sé cuáles son los cálculos del presidente, si es que los hay. Pero construir estrategias que pasen por ceder el poder a otro siempre es altamente arriesgado. Porque cuando el sucesor se instala, el rencor acumulado en los años en que hizo de obediente meritorio provoca que matar al padrino se convierta en prioridad. Aznar deja el poder en el momento más álgido de su carrera, con un liderazgo apenas contestado y con una oposición tan tranquila que ni en sueños la habría imaginado. Se necesita mucho carácter para irse en estas circunstancias. Quizá demasiado. Por ahí da miedo el personaje. Pero su gesto es una positiva aportación a la política española, por más que la adulación de los suyos y el rencor de los otros impida reconocerlo. Y da al PP una oportunidad de renovarse antes de quemarse que otros no tuvieron.

El régimen español es en la práctica -no en la teoría- muy presidencialista. Quien recibe de las urnas el encargo de gobernar se ve instintivamente obligado a desplegar un aparatoso liderazgo para contrarrestar el peso de la jefatura del Estado, surgida de la predemocrática legitimidad monárquica. Ha sido así durante toda la transición, aunque Aznar ha intensificado esta dimensión presidencialista, respaldado por un partido gobernado de modo tan monolítico que de él sólo conocemos una voluntad: la del presidente. Hay muchos motivos para explicar esta evolución: psicológicos, como el complejo de un presidente sin el carisma natural de su antecesor; políticos, como el temor a las tendencias autodestructivas de la derecha, que hicieron tan larga la travesía del desierto. Al acumular tanto poder en una sola persona, las invitaciones a la concupiscencia del gobernante crecen, y el peligro de la pérdida de sentido de la realidad, también. Por aquí empiezan casi siempre los desastres, que Aznar quiere ahorrarse: las adulaciones que llegan desde el sector de cercanías del gobernante son una fuente directa hacia la creencia en la impunidad y una garantía de falta de información veraz. En este esquema, que los mandatos no se alarguen más de lo razonable debería ser un valor. Y si no es reconocido así es porque los demás políticos tienen la sensación de que el gesto de Aznar les pone en evidencia.

Sin embargo, la puesta en escena del ritual de salida de Aznar emborrona para mí, en parte, el valor de la apuesta. Para los que seguimos creyendo en la dignidad de la política es insoportable ver a un presidente tan encumbrado que se permite convertir su sucesión en una especie de juego a costa de la opinión pública y de sus propios militantes. Viendo a Aznar reírse a carcajadas cuando Rato, Mayor y Rajoy acudían a inocentes ironías para pasar la maroma a la que el presidente les hacía subir a mayor gloria suya, uno tenía la sensación de asistir a un espectáculo circense de un déspota antiguo y no a los debates de un partido democrático. Rato, Mayor y Rajoy son personas demasiado importantes y con demasiado talento para que no produzca rubor verles dirigirse a la asamblea aparentemente soberana sólo pendientes de las risas y las expresiones del jefe, que ha confundido la voluntad democrática de su partido con la suya.

Todo tiene explicación. Nada ayuda tanto como el caudillaje al objetivo principal del aznarismo: la despolitización de la sociedad española corre pareja a la ideología dominante, que consiste en aceptar que el marco que determina las posibilidades de elección de los ciudadanos está en otra parte, donde se mueven los poderes económicos, y que lo suyo es simplemente ejercer una disimulada función de apoyo y refuerzo de éstos. Tarea para la que el PSOE dejó el terreno muy abonado, después de enrocarse en el poder, perdiendo una oportunidad única de ayudar a que creciera una verdadera cultura democrática en este país. La política del PP tiene un solo objetivo: convencer de que no hay alternativa, y puesto que no hay alternativa no hay reflexión crítica, que como dice Zigmunt Bauman es 'la esencia de toda política genuina'.

Todo ello ha quedado plasmado en este congreso triunfal: ni un esbozo de análisis crítico sobre lo hecho y sobre los problemas del país real. En tiempos de eslóganes no hay necesidad de grandes ideas. Poco importa lo que digan las ponencias, poco significa que el patriotismo constitucional nos venda un nacionalismo español aparentemente descafeinado y que, en cambio, la ponencia sobre el Estado desprenda un regusto centralizador y autoritario con apelación de origen de la derecha española. Lo importante es el líder y la acción. Hay que convencer a la sociedad por la vía de los hechos de que no hay otro horizonte que la lucha individual por la supervivencia, y para ello hay que acostumbrar a la gente a que política e ideas van por caminos distintos. El poder se ha ido separando de la política. Y en esta noche todos los partidos son pardos. Por eso, Aznar insiste en invitar a su Gobierno a los nacionalistas catalanes. Qué más da que la propuesta más interesante que ha formulado Aznar, la descentralización hacia los municipios, mente uno de los demonios familiares de CiU. Qué más da alguna que otra diferencia ideológica, si las ideologías son un atraso. Por eso es fácil imaginar que a medio plazo los nacionalistas no resistirán la tentación. Al fin y al cabo, esto de ser nacionalista también acabará siendo un estorbo. ¿Para qué? Para el poder, que es más deseado que la política. ¿Hay alguien capaz de demostrar que sí hay alternativa? Se necesita, con urgencia.

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