Dos muertos, dos Españas
No sé si a Adolfo Marsillach le hubiera gustado su propio funeral; en cambio, es seguro que Camilo José Cela hubiera disfrutado de lo lindo en el suyo, al que hubiera asistido a cara de perro. El de Adolfo fue laico, en un teatro, con gentes de mal vivir y artistas, con adictos a la duda constante, con socialistas y sin ministros: el testimonio de una vida compleja y libre dentro de lo que cabe. El del Nobel fue solemne, como corresponde a sus títulos, premios, pretensiones y egolatría, rodeado, por tanto, de ministros, de aspirantes a ministros y de un pueblo boquiabierto y dispuesto a entregarse ante la contundencia que despliegan los fuertes, los famosos, los embaucadores, los dogmáticos y el espectáculo.
Pocas veces se da, en escasos cuatro días, la oportunidad, seguramente de muy mal gusto, de comparar dos muertos, es decir, dos estilos de morir y de vivir en un mismo lugar, en una misma época y en profesiones enlazadas por la creación artística. Si el uno, don Camilo, fue grandioso y ostentoso, rotundo, temible y feroz, el otro, Adolfo, fue discreto; amó el matiz, el contraluz y la contradicción; nunca dio miedo a nadie y, quizá, sólo se permitió tener miedo de sí mismo. Vivieron la misma época y murieron, qué ironía, casi a la vez para que sus funerales se convirtieran en otra exhibición de dos Españas posibles. Dos Españas que, pese al paso del tiempo y de las situaciones, sólo la inteligencia puede reconciliar.
Los funerales suelen ser crudamente pedagógicos. Todo el mundo lo sabe. Del funeral del Nobel, recordaremos a Marina, la viuda, con un sombrero definitivo, imposible de olvidar y portador de un mensaje diáfano: Marina ya es Cela; el espectáculo continúa. Del acto laico que despidió a Marsillach nos quedan las tinieblas que le envolvieron y ni un rostro que no sea el del muerto cuando vivía. Todo eso lo sabemos por las fotografías, por la imagen fija. Las imágenes de las televisiones dejaron a Marsillach en la penumbra, inexistente, y al Nobel en el trono del triunfo y la fama. Cualquiera que tuviera que elegir entre esos dos funerales como si se tratara de un partido de fútbol comprendería en seguida quién se llevó el gato al agua, quién -es duro decirlo así de claro- fue el bueno y quién el malo. Hay cosas sutiles como ésas, en las que las palabras sobran, pero que todo el mundo entiende. Lo que no sé si entiende todo el mundo es cómo las apariencias nos engañan una vez más y el cielo puede ser infierno o viceversa. ¿Quién quiso a Cela y quién a Marsillach? ¿Qué dolor y qué vacío dejan uno y otro?
Ahora que el porvenir de los jóvenes españoles parece estar encerrado en un concurso de televisión que lleva el premonitorio nombre de Operación Triunfo, no es ninguna banalidad mostrar cómo ha de ser el funeral de un triunfador oficial y poder compararlo, de inmediato, con el despido humano de quien tamizó conscientemente su propio éxito. ¡Ay! Cela, que resultó ser al fin un gran actor, construyó su propia Operación Triunfo sin una duda. Marsillach, por el contrario, nunca creyó en el Triunfo -con mayúsculas-, sino en la dificultad de existir. El primero representó su papel y recibió su premio ingresando en el Olimpo de la fama; el segundo, por el contrario, redujo su actuación a los estrictos límites de su profesión y ya tuvo bastante con eso. Cela cumplió las reglas para llegar a Eurovisión; a Marsillach esto le pareció una estupidez. Tenían valores opuestos.
Hay una gran diferencia, un abismo entre esos dos talantes que sus funerales han retratado sin piedad, y que es una lección práctica para las jóvenes generaciones. Se trata, en fin, de entender que en la vida cada cual elige el recuerdo que quiere dejar. Pero después de la muerte el poder resulta inútil y hasta ridículo: sólo sobrevive el afecto, lo humano. El genio, en fin, se reconoce en la bondad.
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