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Gibraltar: ¿soberanía compartida o dividida?

Es una buena noticia para España que las negociaciones sobre Gibraltar no sólo se hayan relanzado, sino que marchen por buen camino. El de la cosoberanía, la flexibilidad española en cuanto a su duración indefinida y la británica respecto a la decisión gibraltareña en la cuestión. Y, todo ello, en un clima de entendimiento hispano-británico que proporciona el ambiente favorable a la negociación. El Gobierno y nuestro servicio exterior merecen la más cálida felicitación por todo ello.

Es claro que un problema con 300 años tras él y que incide en uno de los puntos claves del planeta no es fácil de resolver. Hay dificultades de fondo que no es ésta la ocasión de abordar, como la multiplicidad de intereses presentes en el Estrecho y que no son sólo los hispano-británicos y ni siquiera los de las potencias ribereñas, sino los de todas las restantes grandes potencias mediterráneas y los de Estados Unidos, en función de sus comunicaciones con el Oriente Medio. Y no falta quien piense que el interés de España está en fomentar e institucionalizar esa multiplicidad de intereses, más que en quedarse sola en tan polémico lugar. De ahí, también, la utilidad de la fórmula de la cosoberanía y su valor de ejemplo para otras situaciones.

Pero también hay dificultades más concretas como la planteada por la voluntad del pueblo gibraltareño de mantenerse al margen de España y en relación con Gran Bretaña. Un deseo que el Reino Unido se comprometió a respetar en el Preámbulo de la vigente Constitución gibraltareña de 1969, y que ha sido utilizado por los británicos como excusa; pero que, sobre todo, sea o no capaz de bloquear jurídicamente, incluso, la cosoberanía, crea una dificultad política insoslayable a las pretensiones españolas. ¿Cabe imaginar, en la Europa del siglo XXI, que España impusiese su gobierno sobre Gibraltar frente a la voluntad de los gibraltareños? Cuando se invoca el precedente de Hong Kong se olvida que, más allá de cualquier otra diferencia, y hay muchas entre una y otra situación, para suerte de los españoles y de los gibraltareños, España no es China ni puede hacer en el Peñón lo que China hubiera hecho en sus territorios irredentos.

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Por ello, lo primero que a los intereses españoles urge es desandar los varios decenios de desencuentro con el pueblo gibraltareño, a través de todo un programa de captación de voluntades, incluida la reapertura del Consulado General en el Peñón, lo cual no supone, en modo alguno, un aval de la situación colonial. Si se cerró el Consulado en 1954 como gesto de disgusto hacia Gran Bretaña, el nuevo clima justificaría, de sobra, reabrirlo ahora como signo de amistad hacia la población gibraltareña.

Pero entre tanto estas medidas a largo plazo den sus frutos, importa encontrar fórmulas jurídicas para respetar la voluntad gibraltareña y los intereses y compromisos británicos, a la vez que se da vía a las reivindicaciones españolas. ¿Cuáles son los primeros? Mantener su conexión británica. ¿Cuáles los segundos? Respetar la voluntad libremente expresada de los gibraltareños. ¿Cuáles las últimas? El restablecimiento de una integridad territorial que se estima lesionada y así fue reconocido por las Naciones Unidas. Para ello sirven las categorías jurídicas si se saben utilizar no como dogmas, duros cual guijarros idóneos para una batalla de honderos, sino como herramientas, adaptables a la tarea que se pretende realizar.

La Constitución gibraltareña de 1969 distingue, y ello es fundamental, entre el territorio de Gibraltar, que es el cedido en virtud del Tratado de Utrecht y parte de los dominios de su Majestad británica, y el pueblo de Gibraltar, al que se le garantiza que no se hará ninguna transferencia de soberanía sobre el mismo contra su voluntad 'libre y democráticamente expresada'. Esta voluntad no requiere un referéndum y bastaría un mandato parlamentario obtenido en cualquier elección para la Asamblea Legislativa; pero ésa es una cuestión menor.

Lo importante es que la garantía de no transferencia de soberanía se refiere a la población y no al territorio. En virtud de dicha garantía, reiteradamente invocada, los gibraltareños han de decidir sobre si quieren o no seguir siendo británicos y habrá que atenerse a su voluntad. Pero ello no implica que estén llamados a decidir sobre el traspaso de la soberanía del territorio.

Ahora bien, desde hace más de un siglo, deberíamos saber que los elementos de la estatalidad son separables y, en consecuencia, la población lo es del territorio. Así lo enseñaba Jellinek y si ilustres dogmáticos como Quadri lo impugnaron, la práctica ha demostrado que el primero tenía razón. Son muchos los casos que el derecho público ha ofrecido y ofrece en que territorio y población son de naturaleza diferente e, incluso, aquellos en los que la llamada soberanía territorial y la jurisdicción personal no coinciden.

Admitirlo así supondría la posibilidad no de compartir sino de dividir, mediante el correspondiente tratado, la soberanía. Atribuir a España la soberanía territorial y a Gran Bretaña la personal, respetando así el régimen político de los gibraltareños, que, claro está, es de personas y no de piedras y la garantía de 1969, en tanto aquéllos no decidan otra cosa. El estatus de los gibraltareños no sería afectado para nada. La Constitución gibraltareña y su remisión a la decisión democrática de su pueblo no sería ya una excusa para modificar la soberanía territorial, puesto que su transferencia en nada debería afectar a la soberanía sobre el pueblo de Gibraltar. Y España ha insistido, una y otra vez, al menos desde los años sesenta, en que no está interesada en modificar la condición de los gibraltareños ¿Por qué no dejar claro que para nada pretende la soberanía sobre ellos?

Ciertamente, separar de manera nítida la jurisdicción territorial de la personal requeriría vaciar la primera, para que las actuales instituciones gibraltareñas, desde el gobernador al último funcionario, tuvieran competencia sobre cuanto, en lo civil y militar, ocurra en el Peñón. Pero nada empece a que, mediante tratado, se pueda repartir entre dos Estados las competencias sobre un territorio e, incluso, atribuir a uno de ellos la totalidad de las mismas, sin perjuicio de la titularidad de la soberanía. La soberanía, como 'nomen' puede ir por un lado y las competencias por otro, como ocurre con ocasión de derechos de arriendo o con relación a instituciones internacionales. Recientes ejemplos hay de ello, en situación mucho más polémica de lo que Gibraltar podría ser si Gran Bretaña y España se pusieran de acuerdo. Pero la soberanía territorial, aun vaciada de contenido competencial, sería de extremada utilidad para España y bloquearía otras hipotéticas derivaciones de la situación jurídica del Peñón, que hoy, siguen abiertas.

Con ello se crearía una nueva forma de condominio, de duración indefinida y por naturaleza dinámica, prácticamente inédita, pero útil. La novedad no debería extrañar, porque ni las viejas y hoy superadas fórmulas de condomino colonial pueden servir cuando se trata de escapar de una situación colonial, ni Gibraltar es la Isla de los Faisanes. La utilidad debería atraer, porque el derecho sólo puede ser tomado en serio cuando cumple su función de instrumento para resolver conflictos ¡y cuántos conflictos políticos se resolverían, decía sir Ivor Jennings, si se encargase de resolverlos a los juristas! Esto es, haciendo de los conflictos de intereses, conflictos de interpretaciones.

Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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