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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Los capitanes del horror

Desde la primera frase del libro, el lector sabe a qué atenerse: se trata de un texto literario, no de un habilidoso o mediocre producto editorial. No sólo por la belleza y precisión del lenguaje, sino también por los vaivenes de una acronía que le desestabiliza y le hace viajar en el tiempo y en el espacio: entre un presente nuboso en un destartalado hospital de San Pablo de Luanda y un pasado que abarca varias décadas, desde la miserable España del sur en nuestra posguerra hasta la Angola salazarista, con frecuentes asomadas a épocas más recientes -agonía de Franco, agitación estudiantil, independencia de las colonias, huida de los portugueses e inicio de una guerra civil angoleña que todavía arrastra la cola-.

EL MUNDO A MEDIA VOZ

José María Ridao Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2001 336 páginas. 14,51 euros

Martín, el protagonista, se recupera de la malaria y revive de forma atropellada la pequeña historia familiar, la muerte de los padres, la venta del caserón deshabitado en el que transcurrió su infancia, el paisaje desolado y agreste de Almería, la riada de 1973 que arrambló con Puerto Lumbreras, los comentarios musitados en familia acerca del abuelo Germán ('mejor que se hubiese quedado en África con su negra que venirse a pasar solo la vejez'). Los temas aquí evocados enlazan de forma recurrente, surgen, desaparecen y vuelven a aflorar en la superficie de un relato progresivamente centrado en torno a la figura de Germán, este personaje enigmático que huyó de la miseria de la provincia para emigrar a Angola, de donde volvió años después, guardián inexpugnable de algún secreto, pero con las manos vacías.

Cuando, tras la muerte de sus predecesores -'la inexorable cadencia de seres y generaciones'-, Martín liquida el caserón, el pasado de Germán -el indiano fracasado, cuyo silencio ocultaba quizá unos hechos que nadie se atrevía a mencionar- le obsesiona al punto de volver la mirada atrás, remontarse a los orígenes, disipar las brumas creadas por alusiones y silencios, embarcarse al fin para África.

La busca de la verdad -¿se habrá exiliado el abuelo por razones políticas?- hilvana así un relato trenzado con cambios bruscos, en continuo zigzag. Los personajes y temas del retablo angoleño de la novela aparecen desde el comienzo, de pasada o apenas esbozados: una alusión al misterioso y temible Gouveia, al capitán Zanzala, al caos y violencia de los últimos tiempos de la colonia. El encuentro de Martín con nga Margarida -la 'negra' del abuelo- será el hilo conductor de una narración rica en revelaciones fragmentadas y que de improviso se truncan. El novelista prolonga el suspenso, retiene diestramente la información. Otros temas -las relaciones sentimentales de Martín con Julia, la guerra civil que asuela la capital angoleña, la evocación de los padres desaparecidos y de la vejez del abuelo en su quijotesca batalla contra el gato encaramado en el altillo del caserón- cumplen la función de interrumpir y espaciar la historia desgranada por nga Margarida. La pregunta de Martín a ésta: 'Pero, ¿quién era el capitán Zanzala?' no tendrá respuesta sino trescientas páginas más tarde. Entre tanto, las verdades vaciadas a cuentagotas, astutamente dosificadas, permiten entrever la trama en filigrana: el viaje en barco, en busca de fortuna, del abuelo; el robo en alta mar de sus mezquinos enseres; la irrupción de Gouveia y el 'castigo' del negro sospechoso expeditivamente arrojado al océano por el agente de la seguridad salazarista; la etapa de pobreza de Germán, simple picapedrero, en San Pablo de Luanda; el paludismo y su encuentro con la enfermera nga Margarida; la vida en común de ambos en una barriada humilde y desasistida; la reaparición de Gouveia...

'Es tu historia, Martín. Tu

historia y la de los tuyos. ¿Quién soy yo para ocultártela?', dice nga Margarida. José María Ridao no la oculta, pero la retarda. Buen conocedor del arte de la novela, se detiene en el momento oportuno y distrae hábilmente al lector. La visita de Gouveia al arrabal y su oferta de 'trabajo' dan sus frutos. Germán se presentará semanas más tarde en casa con un traje nuevo: 'Pantalón entallado, chaleco y americana de conjunto, corbata de seda, pañuelo en el bolsillo, gafas negras...'. Ha empezado la cuenta atrás: los últimos años de la colonia, las escuadras de la muerte, las 'hazañas' del capitán Zanzala... Un ciclo de furia ciega, destinado a durar, que se abate sobre 'aquel país y continente en el que la vida no parecía tener otro valor que el de alimentar indefinidamente el drama, que el de inmolarse para perpetuar la sinrazón'. Las visitas del temible automóvil negro a la barriada, el rapto y ejecución de tres jóvenes de la misma, las sospechas del vecindario y el apedreo de la casa de Germán y nga Margarida, la creciente actividad de las milicias de paisano y su reguero de sangre son los eslabones de una cadena que se convierten en estaciones de un calvario para la mujer angoleña de Germán. Gouveia hace lo posible para comprometerle y la leyenda siniestra del capitán Zanzala se extiende y hace mella en la atemorizada población. Cuando nga Margarida y el abuelo se mudan al barrio elegante de los colonos, en vísperas de la desbandada, las sospechas de la narradora dejan el paso a la amargura de la certidumbre: 'El capitán Zanzala, como todos los capitanes del horror, como todos los paramilitares de aquellos años... con sus trajes de lino blanco, coche oscuro, mazmorras, cadáveres abandonados en el mato' es el abuelo Germán.

El viaje de Martín a los orígenes, el de la pérdida de la inocencia y el descubrimiento de la culpa. Como los indianos enriquecidos en Cuba a lo largo del siglo XIX que escamoteaban las fuentes odiosas de su fortuna y las revestían de oropeles, linajes ennoblecedores y bulas pontificias, el abuelo Germán, víctima del hambre española de la posguerra, se había transformado también, aunque perdedor, en un espécimen aborrecible de sicario manipulado por Gouveia y chivo expiatorio de su maquiavelismo. El derrumbe del mito familiar se acompaña en Martín con otra comprobación acerba: la independencia de Angola, ganada con tanta sangre, no ha traído la paz. 'El mismo odio, la misma brutalidad, la misma guerra' se alían con 'la prepotencia, la ignorancia y la corrupción'. Nga Margarida, nueva Sherezade, nos ha mantenido sabiamente en vilo. El argumento de El mundo a media voz es, a fin de cuentas, la historia de la construcción de la novela: la de su acronía y el juego de sus ocultaciones y destapes. Como buen novelista, Ridao no distingue entre materia narrada y forma: sin la cuidadosa estructuración del material, su novela, simplemente, no existiría.

Se habla mucho estos días en España de la muerte de la novela (como se hablaba ya en tiempos de Ortega). Cierto es que la confusión creciente entre el texto literario y el producto editorial y la promoción desaforada del último desaniman al lector, al que se le ofrece de ordinario gato por liebre. Pero la novela mantiene su vigor y lozanía. Si en la década de los ochenta aparecieron, entre otros, escritores con la enjundia de Julio Llamazares -autor de una prosa que invita a leerla en voz alta- y Miguel Sánchez Ostiz -estimulante en su busca de nuevos planteamientos novelescos-, los últimos cinco años me han procurado -además de la obra en verdad extraordinaria Diario de 360º, de Luis Goytisolo- la lectura de novelas de la calidad de El país del alma y La intimidad, de Nuria Amat; Fragmenta, de Javier Pastor, y El paraíso perdido, de Antonio Pérez Ramos. A ellas añado sin vacilación alguna El mundo a media voz, de José María Ridao.

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