Doctorado
EN UNA ÉPOCA en la que la poesía reclamaba con estruendo el derecho al existir improductivo de sí misma, y en un desconocido remoto lugar, Amherst, diminuta población de Nueva Inglaterra, Emily Dickinson (1830-1886) interpretó, sin público, su interminable sonata de versos. He aquí su tarjeta de presentación: 'Soy nadie. ¿Y tú quién eres? / ¿Eres nadie también? / Entonces somos dos. / Cállatelo. Lo anunciarían. ¿Sabes?'. No hay cuidado: ¿quién iba a prestar atención a semejante declaración de independencia? Pero esta indiferencia no arredró a la pertinaz concertista, de cuyos 1.775 poemas compuestos, tan sólo vio publicarse ocho, ni siquiera el 1%. Ciertamente no fue el escaso rendimiento público de sus versos lo que más preocupaba a quien había convertido en título de honor el ser una 'don nadie', sino la calidad y el sentido de su música, cuyo melodioso eco retumba por los valles, ¡ay!, mucho después de haberse perdido la facultad de oír canciones y aplausos.
Durante los 56 años que vivió, Emily Dickinson apenas sí atravesó las lindes de Amherst, pero le bastó tan parva lección de geografía para labrarse la más completa experiencia del paisaje físico y humano. Una y otra vez, contemplar en éxtasis el milagro, siempre distinto, de cómo se encienden y se apagan las luces del día, el corolario perfecto de ese otro alumbrarse y extinguirse de las vidas, fue su verdadero doctorado, el único cum laude de su summa sapiencia. ¿Nos puede entonces asombrar su orgullo al relatarnos, con morosidad, el formidable espectáculo gratuito de un crepúsculo, y que, a modo de colofón, exclamase: 'Éstas son las visiones que escaparon a Guido, / que no contó Tiziano, que le hicieron dejar / caer todo pincel a Domenichino, / paralizado por un oro así'?
Las palabras que Dickinson fue ensartando en su collar de versos adquirieron el fulgor plateado de las más raras perlas, incólumes al fragor inclemente de las modas y las lenguas, que traspasó con ligereza. Ella no lo sabe, y hasta, quizá, cabe conjeturar su espontáneo desinterés por las imprevistas consecuencias, pero es un hecho que hoy, desde cualquier confín de la global aldea, finalmente no más extensa que el Amherst que conoció, miles 'don nadie' se alumbran con el destello de sus perlas, en íntimo silencio, sin anunciarlo. Ahora mismo y aquí acaba de volver a editarse una nueva versión antológica de sus poemas, la maravillosa que ha realizado Lorenzo Oliván con el título La soledad sonora (Pre-Textos). Ya he perdido la cuenta de las veces que he gozado, como de nuevas, de este privilegio, y, claro, no me canso. Es mi doctorado summa cum laude: justo lo que necesito aprender.
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