_
_
_
_
_
Reportaje:TENDENCIAS

Monumentos que no tienen memoria

Para nuestro tiempo, la historia es un estorbo. Para ser de la posmodernidad es conveniente haberse quedado en cueros. Algo por el estilo parece deducirse de la corriente que induce a hacer monumentos con el mínimo de materia, mediante la forma más simple, con al arte más minimal. Un ejemplo cercano han sido las numerosas propuestas para erigir en lugar de las Torres Gemelas, y como homenaje a las víctimas, no más que dos haces de luz, impalpables, ingrávidos, sin sustancia de la catástrofe humana que tuvo lugar.

En Estados Unidos, en Alemania, en Francia, en Italia o en España, los casos de monumentos abstractos, inasociables al suceso que indujo su erección salpican las ciudades con una u otra pertinencia. Chillida ha sido el autor de muchos de ellos, pero las esculturas de Chillida que se relacionan bien con la naturaleza son poco simpáticas en el entorno urbano. El peine de los vientos en San Sebastián dialoga o pelea con el entorno, pero su obra en Toledo es un estorbo junto a un aparcamiento de coches. Y algo parecido ocurre en Valladolid.

En EE UU, en Alemania, en Francia, en Italia o en España, los casos de monumentos abstractos, inasociables al suceso que indujo su erección, salpican las ciudades con una u otra pertinencia
Algunos arquitectos, como Moneo, escogen a sus escultores para rematar la perspectiva de sus edificios, pero otros, como Foster, han llegado a la resolución de que da igual

Eusebio Sempere dejó en algunas ciudades españolas ejemplares escultóricos que han servido de referencia geográfica. Pero ¿qué otra referencia más? Sólo han alcanzado a convertirse en efectos decorativos, más o menos afectuosos.

Algunos arquitectos, como Moneo, escogen a sus escultores para rematar la perspectiva de sus edificios, pero otros, como Foster, han llegado a la resolución de que da igual. El monumento abstracto, minimal, sin apenas señas, puede aparecer aquí y allá sin que, desde luego, genere historia. En la Roma del siglo XVII, las fuentes que ahora visitamos como monumentos fueron obras funcionales que acompañaban la traída de aguas por cada papa. Urbano VIII llevó hasta la plaza de Barberini -nombre de su familia- la fuente del Tritón que esculpió Bernini. Esta fuente echaba agua no potable hacia arriba, y a su lado, la fuente de las Abejas, con agua pontificia, daba agua dulce, dulce como la miel de las abejas. En la plaza Navona, de otra parte, la fuente de los Cuatro Ríos, también de Bernini, es un rico deseo de Inocencio X que pretendía exaltar otra conducción hidráulica a su cargo.

Los monumentos que ahora se realizan, cuando no son anacrónicos como los de Ochoa con la supercabeza de don Juan de Borbón, el busto indigesto de Goya en Madrid o, sobre todo, con el gigante de Alfredo Kraus de ocho metros de altura, copia del Balzac de Rodin ante el auditorio de Las Palmas, tienden a la máxima simpleza cromática y formal. Hubo precedentes de este estilo en el monumento que se dedicó en Washington a los muertos en Vietnam (1982) que diseñó Maya Lin's, acusado entonces de racista porque era en piedra negra, de machista porque evocaba una flecha fálica, de espectral porque su racionalismo llevado al extremo podía llevar al horror.

Un monumento al Holocausto proyectado por Peter Eisenman en Berlín, originalmente concebido junto a Richard Serra, consiste en un territorio habitado por pilares de hormigón, como meros mojones. Y otro más, memorizando el exterminio judío, se levantó en Viena bajo la idea de Rachel Whiteread que se concreta en una carcasa con forma de huevo y estantes para libros. ¿Conducen estas figuras a una preservación del recuerdo?

Silos de recuerdos

La palabra monumento proviene del latín monumentum, que es derivado del verbo monere, que significa advertir. El monumento, por tanto, deberá cumplir las funciones de alertar, orientar, hacer saber algo que se ha perdido o puede haberse olvidado. Hay monumentos que se construyeron en el presente con el fin de preservar la memoria, y otros que se convierten, con el paso del tiempo, en silos de la memoria almacenada. Pero también hay monumentos que tratan de producir memoria. Con dos fines posibles: para generar la memoria del momento o para deshacer memorias indeseadas. Porque así como hay un arte para poder recordar, que es la nemotécnica, no existe un arte para olvidar, y la única técnica para restar categoría a un recuerdo es provocar otros que lo sepulten.

Nada de esto se hace hoy. La instalación de esculturas abstractas en las calles, la siembra de filamentos, la excavación de suelos o montañas, lleva a un destino que se acaba en sí mismo. La obra insertada en la ciudad no arropa la historia de la ciudad, sino que frivoliza su contenido o se trata de un quehacer solipsista sobre el que únicamente cabe preguntar el nombre de su autor. El nombre del acontecimiento, la efeméride, la representación del gozo o la adversidad se difuminan en el sinsentido de una obra que no señala ni alerta, despojada de historia y a menudo sometida al vaivén de una ocasional decisión política. De hecho, los monumentos contemporáneos son a menudo, entre la población, memoria de nada, nadie sabe qué recuerdan ni por qué se izaron.

La modernidad, el pensamiento nacido de la Ilustración, tenía un proyecto de futuro, actuaba en función de una meta a realizar. Ahora, en los tiempos posmodernos, ha desaparecido el proyecto, y con él el enlace con el lenguaje del futuro. Lewis Mumford hace ya años que sopesando el valor histórico decía con pesimismo: 'Hay una contradicción in términis. Si es un monumento, no podrá ser moderno, y si es moderno, no puede ser un monumento'.

<i>El peine de los vientos</i>, escultura de Eduardo Chillida instalada en los acantilados de San Sebastián.
El peine de los vientos, escultura de Eduardo Chillida instalada en los acantilados de San Sebastián.RAÚL CANCIO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_