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Columna
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Discursus interruptus

Hace tan sólo unos meses, incluso semanas, la vida política de los dos grandes partidos españoles parecía estar de enhorabuena: tanto el PSOE como el PP se encontraban en plena euforia de redefinición ideológica. Una vez resuelto el problema de liderazgo con el nombramiento de Rodríguez Zapatero como secretario general, el PSOE se concentró enseguida en la discusión de su nueva Ponencia Política, que prometía volver a reconciliar a la militancia con la vieja tradición socialista del debate de ideas. La definición de ese nuevo discurso y la aplicación de un nuevo estilo de oposición se convirtieron en las dos prioridades. El PP, por su parte, comenzó también a tomar conciencia de la importancia de un sólido envoltorio discursivo en una democracia madura. Prueba de ello fue la creación, bajo la presidencia directa de Aznar, de un gran think tank a partir de sus diferentes centros de estudios y la elaboración de distintas ponencias teóricas para el próximo congreso del partido. Entre ellas destacaba la tan traída y llevada del patriotismo constitucional. Con independencia de su mayor o menor acierto, este nuevo talante de preocupación por desarrollar propuestas teóricas introdujo una prometedora novedad en nuestra derecha.

A la vista de los más recientes acontecimientos políticos, estas magníficas ambiciones de nuestros grandes partidos parecen haberse congelado; o, mejor, han quedado eclipsadas por una vuelta a la pequeña política de la intriga y las miserias del poder. Cada partido con sus peculiaridades y, obviamente, siguiendo el distinto rol que juegan respectivamente en la vida política nacional. Sobre el trasfondo de la disputa del caso Redondo, de las habituales escaramuzas de algunos barones territoriales o de otros gestos que se hacen aquí y allá, la figura de Zapatero comienza a tener peligrosas semejanzas con el anterior liderazgo de Almunia: destila grandes dificultades por afirmarse de modo incuestionado hacia dentro de su propio partido. O eso es al menos lo que se transmite hacia fuera. La unidad en torno a un liderazgo, un programa y un discurso claro y compartido se presenta cada vez más como un espejismo.

En el otro patio estamos ante un movimiento similar. Gran parte del énfasis por hacer de la discusión teórico-ideológica el gran objetivo del próximo Congreso del PP ha sido difuminado ya por la célebre enmienda Cascos. Es decir, por problemas de tipo organizativo y de distribución del poder interno que expresan un innegable nerviosismo ante cuál pueda ser su potencial desplazamiento después del anunciado cambio de liderazgo. Habrá, ¡cómo no!, grandes proclamas ideológicas, pero la mayor preocupación de los delegados está en otro lugar. El cesarismo de Aznar y su magnífica situación objetiva de partido en el Gobierno lógicamente impiden que la sangre llegue al río. Aznar está dando pruebas, además, de gran diligencia para dejarle el campo político bien despojado a su hereu, arrojando hacia el adversario toda acusación de división y falta de liderazgo; o propiciando otras estrategias de debilitamiento. Es de La Moncloa de donde surgen las mayores dudas y 'temores' de que Zapatero 'no consiga hacerse con su propio partido' -ya sea en Euskadi o en las negociaciones con las comunidades autónomas gobernadas por socialistas-. IU es ninguneada, oficialmente casi no existe para el PP. Y el 'regalo' envenenado de integrar a CiU en el Gobierno busca resucitar en su interior el choque entre sus dos sensibilidades. Puede que Aznar no sea el líder europeo que él se cree, pero está dando muestras de un refinado maquiavelismo. Sobre todo porque encima lo vende como su gran contribución a los intereses generales de España.

Todo ello nos confirma el inmenso valor de la cohesión interna de los partidos para alcanzar el éxito electoral. Es un activo que, al menos en apariencia, resulta muy superior al pensamiento en la política actual. Las ideas, presentadas generalmente como una sarta de consignas vacías listas para ser declamadas en los medios, cumplen un magnífico papel de florero. Y en esta percepción debe tener mucho que ver el espectáculo de las luchas cainitas intra e inter-partidistas; el poder como valor en sí mismo por encima de cualquier otro.

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