El espectáculo debe continuar
Sí, el espectáculo debe continuar. Hemos entrado en el siglo XXI por una puerta de fuego (Kofi Annan dixit), y al traspasar ese umbral de muerte sólo hallamos más de lo mismo: para evitar caer debemos seguir pedaleando en la bicicleta del espectáculo. Tom Wolfe piensa que, tras el 11 de septiembre, los arquitectos abandonarán el estilo y abrazarán el contenido; sin embargo, esa piadosa conjetura se aproxima más al deseo que al pronóstico: el olfato impaciente no percibe otro aroma que el de la melancolía inerme ante la inercia de las imágenes. En Afganistán, guías improvisados de la Alianza del Norte muestran los campos de entrenamiento de Al Qaeda y las sucesivas casas de Bin Laden como lugares turísticos; y en Nueva York, más de treinta museos buscan objetos vinculados a la destrucción de las Torres Gemelas -fragmentos de los edificios, taxis aplastados, el traje de Giuliani- para exhibir en salas conmemorativas de la catástrofe. Aunque el desorden del mundo alborote la calle, el espectáculo debe continuar.
Las Vegas: con 33 millones de visitantes anuales, la ciudad de más rápido crecimiento de América. Sobre un plinto estruendoso de máquinas tragaperras, el hotel-casino The Venetian levanta una réplica de la plaza de San Marcos, el Gran Canal con gondoleros, y, desde el pasado octubre, dos museos de alta cultura. Diseñados por el holandés Rem Koolhaas, el Guggenheim Las Vegas y el Guggenheim Ermitage son, a 15 dólares la entrada cada uno, franquicias de recaudación de dos museos prestigiosos a los que pronto se añadirá, atraído por el tintineo de las monedas, el Kunsthistorisches vienés. (El Museo del Prado de Eduardo Serra, que sigue chapoteando en la charca de la ampliación, ha dejado pasar este tren -o esta 'oportunidad de negocio', como dirían en jerga empresarial-, pero cuando logre salir de esas aguas fangosas aún estará a tiempo de instalar una rentable sucursal en Benidorm).
El Guggenheim Las Vegas es un gran galpón industrial de 6.000 metros cuadrados, con grúa puente y una especie de foso de garaje desmesurado que une visualmente las dos plantas superpuestas; sobre ellas, un amplio lucernario matiza la luz con un toldo motorizado, decorado con la impresión de un facsímil del techo de la Capilla Sixtina que pretende ser una referencia irónica al kitsch de Las Vegas, presentando a Miguel Ángel a través de la mirada manierista y pop de Robert Venturi. La exposición inaugural fue la de las motos que ya estuvo en Nueva York y Bilbao, instalada de nuevo por Frank Gehry con ondulantes superficies de acero inoxidable y cortinas de malla metálica, e inaugurada otra vez por el director Thomas Krens y los actores Dennis Hopper y Jeremy Irons a lomos de sus motos respectivas en plan Easy Rider: todo un tanto déjà vu. En contraste con este contenedor colosal, el pequeño Guggenheim Ermitage es un seco cajón de acero cortén -al que los lienzos se sujetan con imanes- de sólo 700 metros cuadrados, adosado a una galería pintada con frescos deplorables que une el lobby del hotel con el ruidoso casino del mismo, y que expone inicialmente 45 obras de las colecciones permanentes de ambos museos.
Proyectadas y construidas
en un año, las dos sucursales son dos piezas sobrias y eficaces, que deben su notoriedad a la importancia de las instituciones promotoras, a la singularidad de la operación y a la fama de su arquitecto, tres ingredientes que se unen a la común preocupación de sus protagonistas por el comercio, la publicidad y la moda; rasgos por cierto inseparables del perfil institucional del Guggenheim de Krens, de la personalidad urbana de Las Vegas y, cada vez más, de la trayectoria profesional de Koolhaas. En el caso de este último, su obsesión por el consumo le ha llevado a compilar una voluminosa guía sobre centros comerciales, publicada conjuntamente por la Universidad de Harvard y la editorial Taschen, en un insólito maridaje que arroja luz sobre los extraños tiempos que vivimos; su interés en la comunicación publicitaria le ha hecho fundar una oficina paralela a la original OMA (Office for Metropolitan Architecture), que bajo el rótulo AMO se dedica a los estudios, la promoción y las relaciones públicas, y le ha animado a diseñar, con la editorial Condé Nast, una revista propia; y su fascinación por la moda le ha movido a dedicar lo mejor de su talento a la colaboración con la firma Prada, que ya se anuncia en Wallpaper con fotos de las características maquetas con personajes monocromos del holandés.
Atrapado en el remolino vertiginoso de la celebridad, Koolhaas -que recibió el Premio Pritzker el año 2000- parece estar malgastando sus considerables dotes en asuntos triviales, mientras su relevancia pública lo convierte en permanente fuente de noticias, favorables o adversas. Su última contrariedad ha sido un juicio por plagio suscitado por un arquitecto que trabajó en su oficina londinense, y que asegura que la Kunsthal construida por Koolhaas en Rotterdam fue copiada de su proyecto de último año en la Architectural Association, un ayuntamiento en los muelles de la capital británica. Tras una batalla legal que ha durado ocho años, un juez de la High Court dio la razón a Koolhaas el pasado noviembre, pero dado que el reclamante Gareth Pearce obtuvo asistencia financiera pública para sus costes legales de 465.000 euros, el arquitecto holandés tendrá muchas dificultades para recuperar sus gastos en abogados, que estima en torno a los 800.000 euros. Acaso como compensación, un mes después se dio a conocer la selección de Koolhaas -frente a Nouvel, Holl, Libeskind y Morphosis- para ampliar Los Angeles County Museum of Art, un ambicioso proyecto para una de las instituciones culturales más importantes de California, y su elección también para construir un gran teatro de artes escénicas en Dallas, en esta ocasión frente a Van Berkel, Snøhetta y de nuevo Libeskind. La fama aprieta, pero no ahoga.
Con su combinación implacable de cinismo y lucidez, Koolhaas puede ser exasperante; pero es forzoso reconocer que nadie ha sabido aceptar como él la superficialidad consumista y mediática de nuestro mundo. Fingimos interesarnos en sus trabajos vacuos sólo porque nos deslumbra su inteligencia perversa. Salvando las distancias homicidas, es el mismo género de fascinación y rechazo que en tantos provoca Bin Laden, un personaje carismático cuyo atractivo es inseparable de su audacia ominosa. ¿O es que no podemos admitir a la vez la belleza emocionante del burka -más hermoso que las prendas de Issey Miyake en el Kandahar de Mohsen Makhmalbaf- y lo que tiene de símbolo de opresión de la mujer afgana, como prenda tradicional que brinda intimidad y protección al mismo tiempo que secuestra la mirada y el cuerpo femeninos en su cárcel portátil? Si la mujer occidental es la que representan Catherine M. y La pianista, ¿no podemos por un momento ver las cosas con los ojos de los bárbaros que contemplan desde los limes la corrupción del imperio?
Quizá, como piensa Álvaro
Mutis, los humanos hemos fallado como especie. Pero, como sabe Rem Koolhaas, la orquesta del Titanic debe seguir tocando hasta el final. Al parecer, y como fruto de las negociaciones de asociación con el Kunsthistorisches, la próxima exposición en The Venetian llevará a Las Vegas los míticos Brueghel de Viena, entre los cuales su luminosa y abigarrada Torre de Babel. Sin embargo, la temperatura de los tiempos exigiría más bien exhibir en Nevada la otra Torre de Babel del flamenco, la versión trágica y sombría del tema bíblico que conserva el Museo Boymans-van Beuningen de Rotterdam, no en vano la ciudad de Rem. Quosque tandem, Koolhaas?
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