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Columna
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Arqueología

Por esos mundos andan dedicándose a salvar los restos de la civilización industrial -siderurgias, refinerías, viejas fábricas...- para darle uso ciudadano. Pero aquí estamos más adelantados que nadie. En lugar de convertir en arqueología los escasos vestigios que conservamos de nuestra tímida revolución industrial, andamos ya reciclando los flamantes locales de la revolución tecnológica.

En Cádiz, en lo que fue antiguo Hospital Militar, se construyeron unas instalaciones que tenían el prometedor nombre de Centro Suratlántico de Nuevas Tecnologías. El Centro -que fue financiado con unos 2.000 millones de pesetas de fondos europeos y comunitarios- formaba parte de un Programa que tenía un nombre aún más prometedor y misterioso: Programa Operativo Interreg II España-Marruecos (1994-1999). Pues bien, a falta de mejores ideas, el Ayuntamiento ha decidido dedicarlo en parte a celebrar banquetes, bodas, bautizos y comuniones. Nunca un centro de nuevas tecnologías ha podido convertirse en vestigio arqueológico con mayor velocidad. Y eso que en Andalucía tenemos una gran experiencia al respecto.

En la Isla de la Cartuja de Sevilla fue enterrada la más cara tecnología del momento: hay kilómetros y kilómetros de fibra óptica que apenas han servido para nada. El carísimo suelo de esa isla es uno de los centros de experimentación más avezados en surrealismo económico: parte de uno de los antiguos pabellones, por ejemplo, está dedicado a la cría del esturión, y lo más curioso del caso es que sus responsables se sienten muy orgullosos.

Es probable que la causa de estas frustrantes experiencias sea la misma. Tanto la inmensa Expo sevillana como el modesto Centro Suratlántico de Nuevas Tecnologías de Cádiz son productos exclusivos del voluntarismo. Los grandes proyectos no necesitan sólo un generoso presupuesto y un político visionario que los conciba: también hace falta el respaldo de la sociedad.

Echando mano a los ejemplos más conocidos, el Guggenheim de Bilbao o la Ciudad de las Artes y de las Ciencias de Valencia son, sobre todo, exponentes de las sociedades que los respaldaron. En cambio, es bastante significativo que las dos obras de las que más se ha hablado en el último año en Andalucía fueran simples centros comerciales con sus minicines y sus pizzerías, porque Puerto Triana y el Plan Especial de los Muelles 1 y 2 de Málaga no son otra cosa.

Debemos de ser conscientes de nuestras limitaciones. Más vale no hacer nada que hacer cosas de las que nos vayamos a arrepentir o con las que no sepamos qué hacer, y acabemos dedicándolas a las bodas y bautizos o a la cría del esturión.

Quizá lo más sensato sea reservar recursos para transformar nuestra sociedad a través del único instrumento posible: la educación. Y, puestos a hacer minicines y pizzerías, ponerlos en los lugares que menos molesten, sin hipotecar el futuro de las zonas más nobles de nuestras ciudades, como se pretende hacer en Málaga.

Ya que no se nos ocurre nada mejor, dejemos espacios libres. Siempre nos quedará la confianza de que nuestros hijos o nuestros nietos sepan darle buen uso.

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