Kaufman y familia
Uno. ¿Quién recuerda a George Kaufman, 'el cerebro más brillante de Nueva York', en palabras de la poco benévola Dorothy Parker? Difícil encontrar hoy día una de sus obras en cartel. Y sin embargo fue el comediógrafo más fértil y celebrado de Broadway, el padre espiritual de Neil Simon, y el humorista favorito de Groucho. Presidente electo de la mesa redonda del Algonquin, maniático insufrible, trabajador incansable (70 obras), loco por las mujeres, reinó, siempre en pareja (con Ring Lardner, Marc Connelly, Moss Hart o Edna Ferber) desde los años veinte a finales de los cincuenta: su póquer de ases lo integran You can't take it with you (Vive como quieras), The man who came to dinner y Once in a lifetime, que escribió con Hart, y Dinner at eight y Stage Door, con Edna Ferber. Crítico en The New York Times y director teatral (montó The Front Page, Of Mice and Men y Guys and Dolls, entre otras muchas), su influencia fue enorme en las comedias sofisticadas del Hollywood de la edad de oro: caos escénico de arquitectura bizantina, diálogo en stacatto, gags verbales disparados con ametralladora.
Sondheim exhumó una de sus obras menos celebradas, Merrily we roll along, para convertirla en uno de sus mejores y más incomprendidos musicales, que la Donmar Warehouse recuperó la pasada temporada, y Peter Hall ha presentado en el Haymarket (sólo hasta el 2 de febrero) el inesperado revival de The Royal Family, una comedia de gran éxito en su día, pero que no se había visto en Londres desde que Noel Coward la dirigió en 1930, con un jovencísimo Laurence Olivier, retitulada entonces Theatre Royal para no ofender a la familia real británica.
Una precaución excesiva la de Coward, porque la familia real de Kaufman y Edna Ferber no se centraba en los Windsor, sino en los Barrymore, la mítica saga actoral del teatro y el cine americano, reconvertidos en los Cavendish para la ocasión. La abuela del clan, Louisa Lane, viuda de John Drew, pasó a ser la matriarca Fanny Cavendish; sus hijos de ficción, Tony y Julie, fueron modelados sobre las figuras de John, el galán de galanes, y Ethel, la superactriz, que recibió con un silencio glacial (y luego con una amenaza de querella) la oferta de los autores para estrenarla en Broadway. También fue ésa una precaución excesiva: The Royal Family es un canto de amor al teatro y un retrato de grupo infinitamente más afectuoso que la sátira feroz del Hollywood de la época en Once in a lifetime.
Dos. The Royal Family, pues, ha vuelto al mismo teatro donde se estrenó la producción inglesa, sin que la casa haya reparado en gastos, como suele decirse: bellísima escenografía art déco de Anthony Ward, un vestuario que parece diseñado a medias entre Erté y Aubrey Beardsley, y un reparto auténticamente estelar, con la aristocracia de la escena británica. La abuela Fanny es Judy Dench (perdón: 'Dame' Judy Dench), que ha vuelto al teatro tras una ausencia de varios años (el montaje de Amy's View, de David Hare, en Londres y Broadway) y que se mueve por escena con la presencia y la autoridad de una emperatriz galáctica. Tenemos a dos estrellas de la Royal Shakespeare, Harriet Walter como Julie, la joven reina que quiere abdicar por amor, y Toby Stephens, el hijo de Maggie Smith y Robert Stephens, en el lucidísimo rol de Tony, el espadachín adolescente y narcisista que huye de Hollywood, y a tres veteranísimas primeras figuras en roles secundarios: Philip Voss, que ha sido Próspero, Shylock, Lear y Malvolio y aquí interpreta a Oscar Wolfe, el viejo empresario que protege a la familia; y a Peter Bowles y la enorme Julia McKenzie (que por sabiduría actoral hace pensar en su tocaya, la no menos enorme Julia Caba Alba) como los Dean, el matrimonio de cómicos venidos a menos, parientes pobres y pelmazos que empezaron con Shakespeare y acabarán perdidos en una polvorienta gira de vaudeville.
The Royal Family no es una gran función (es muy delgada para durar dos horas y media), pero el montaje del Haymarket es una obra maestra de dirección, de orquestación. Peter Hall ha podado réplicas explicativas, ha cambiado el final (Tony vuelve de Berlín alucinado por una 'nueva obra', que en esta versión resulta ser, muy apropiadamente, La ópera de tres peniques, de Brecht) y ha mantenido férreamente la coralidad. Todos los personajes tienen su peso y su escena, y los cambios de ritmo y los crescendos en las peleas familiares, donde todos hablan al mismo tiempo, hacen pensar en la mano maestra de Berlanga: no importa tanto el asunto como la coreografía de los actores, el oído para calzar la frase oportuna, el gag que entra en el momento preciso.
Pese a sus carencias como texto, si The Royal Family sigue funcionando que no tiene por qué conocer la genealogía de los Barrymore es por su soberbia partitura de voces y por la pasión teatral que exhalan sus personajes, encabezados por esa matriarca enferma que quiere morir en escena como murió su esposo, y que coloca el teatro por encima de su felicidad personal ('el matrimonio no es una carrera, es un incidente'): la escena en la que exhorta a su nieta Gwenn a no abandonar las tablas sigue teniendo una veracidad y un poder de convicción que están más allá de modas y referentes. Al final, mientras la vieja Fanny agoniza y la familia, ajena a su muerte, escucha a Tony interpretando al piano la tonada de Mack the Knife, brota en el Haymarket una sensación casi chejoviana: la comedia que comenzó como un bullicioso retrato de grupo, con sofisticados diálogos en clave de swing, acaba siendo, gracias a la visión certera de Hall y al prodigioso juego de sus intérpretes, una celebración elegiaca por una época y una forma de entender el teatro definitivamente perdidas.
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