_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cuatro a mil

La Dirección General de Tráfico informa de que en el año 2001 hubo menos accidentes mortales de circulación que en el 2000 y la noticia no ha causado ninguna conmoción. Aparte de que aún faltan por incorporar al informe quienes murieron los días siguientes al accidente, la diferencia apenas alcanza a doscientas y pico personas, y en ambos casos el total de muertes rebasa las 4.000, que ya es de por sí cifra siniestra, hablando en plata; y para más detalles, programas de mano.

Cuatro mil muertes son las que traen las catástrofes, desde inundaciones hasta terremotos, con gran alarma y dolor mundial; y en este país que vivimos, sin embargo, si se producen en accidentes de carretera, se toman como gajes del oficio y apenas se les da importancia. Llegará un momento en que esas más de 4.000 muertes ni siquiera serán noticia.

Morir en la carretera, efectivamente, parece el tributo que una parte de la población ha de pagar a la modernidad y al progreso. Las causas de las muertes, en cambio, ya son más discutibles. Aquí no se ponen de acuerdo ni los técnicos ni los usuarios. De un lado señalan las maniobras incorrectas en la conducción o el exceso de velocidad; de otro, precisamente las limitaciones de la velocidad y el mal estado de las carreteras.

Uno, en esos debates sobre todo tema universal que proliferan en las emisiones radiofónicas, oyó comentar a cierto tertuliano que son propensos a sufrir accidentes quienes conducen con estrés, y a él la limitación de velocidad le produce estrés. Y planteaba al mundo una pregunta capital: 'Si mi coche se pone casi sin darte cuenta a 190 kilómetros por hora, ¿por qué me obligan a no pasar de los 120 kilómetros por hora?'.

Otro culpaba precisamente a los pelmazos que van a un máximo de 120 kilómetros por hora, pues desesperan y estresan a quienes vienen detrás, que han de ir sujetando la potencia cuasi incontenible de su coche exclusivo proclive a lanzarse fragoroso por la carretera, y ésa es una frustración de muy negativas consecuencias para los ases del volante. Y añadía que, quizá, tales circunstancias expliquen por qué estos ases del volante precisan recuperar el tiempo perdido haciendo caso omiso de las señales y adelantando vehículos allá penas si está prohibido.

De los comportamiento descomedidos también se ha hablado. Hay quienes para conducir necesitan ir perpetrando maniobras provocativas e insultando a cuanto se mueve. A veces extraña a quienes los conocen, porque son personas de irreprochable comportamiento en sus relaciones sociales. El caso sería importante estudiarlo a fondo -pues estos sujetos constituyen un peligro en la carretera- si bien es probable que se trate en realidad de individuos impresentables, zafios e inciviles, que en público saben fingir los respetos humanos y cumplir las normas de urbanidad, mientras en privado dan rienda suelta a su salvajismo. Y una vez dentro del coche -que es su casa- se sienten inmunes, protegidos por la privacidad.

En fin, se puede decir esto o lo contrario pero cada año tendremos más de 4.000 muertos en la carretera si Dios no lo remedia. Una catástrofe anual que prácticamente pasa inadvertida por el sencillo procedimiento de ponerse a mirar para otro lado silbando El sitio de Zaragoza.

Más de 4.000 muertos decimos, mas nos quedamos cortos, ya que de los heridos en los siniestros unos morirán también tiempo después, varios quedarán inútiles y muchos tocados física o psíquicamente de por vida. A lo cual habrá que poner remedio, piensa un servidor. A lo mejor, la solución pasaría por no permitir que conduzca todo el mundo. Por ejemplo, los reincidentes en la conducción peligrosa. Pero, además, hay gente respetable que no está preparada ni psíquica ni anímicamente para conducir. Y otra que no es en absoluto presentable por su agresividad congénita.

Lo que uno propone es que se añada al examen de conducir un estudio psicológico del aspirante, y si da cuerdo, vale, mientras si da orate, se le niegue el carné, dicho sea sin ánimo de ofender. (Una vez hice esta sugerencia en una tertulia radiofónica y los tertulianos quisieron correrme a gorrazos. Se ve que se dieron por aludidos).

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_