Mujeres 'de la vida'
'D'un ventre trist / Eixir ma fet natura'. Incluso los versados podrían atribuir este maravilloso verso a un poeta moderno. Ciertamente, el autor es nuestro coetáneo en el sentido en que lo pueda ser un Sófocles; si por moderno entendemos actual, y así tendría que ser. Nos ahorraríamos molestias y tiempo con presuntos modernos que no son de nunca. Por cierto, le recito el verso de arriba a un erudito a la violeta... ¡y me pregunta por los antecedentes familiares del autor! No comprende que cuando Ausiàs escribe que ha nacido de un vientre triste está diciendo que todos los vientres son tristes, porque triste es la condición humana.
Pero también aquí hay clases y sus mases y sus menos y entre los más tristes vientres están (los de) las prostitutas, esas 'hembras de vida alegre/ que es la vida más negra', como escribió el poetastro bohemio Emilio Carrere. En tiempos de don Emilio -ese don le habría desarbolado- había meretrices de alto copete -que solían ir por libre- y las había de sórdido burdel. Esta es una generalización solamente válida si comparamos con nuestros días. Hoy se ha complicado la escala por arriba, por abajo y por en medio. Incremento de la refinada prostitución encubierta, esclavitud sexual, chulos y/o mafias, irrupción a escala de menores, etcétera, componen un abigarrado retablo en el mundo del llamado, arbitrariamente, 'oficio más viejo del mundo'. Hoy en día, muy a menudo la oferta crea la demanda, por obra y gracia de un capitalismo que se las sabe todas. Infinidad de los productos que se consumen han surgido sin clientela. A ésta la crea la publicidad. (Eso de que el buen paño en el arca se vende ha perdido casi toda su vigencia). En tiempos más o menos lejanos sería al revés; cuando había demanda de un producto se creaba la oferta. Si la mujer se ofrecía era porque había clientela y ésta, a su vez, podía pagar gracias a un oficio que le daba para ello. Ergo.
Arthur Koestler defendió la existencia legal de las casas de lenocinio algo así como en plan de lo que la malta es al café. Consuelo para los obreros, que en un tiempo hacían cola. En el siglo XIX la Iglesia permitía la existencia de los prostíbulos, pues mitigaban ardores, desactivando así el peligro que tales fiebres suponían para la virtud de sus castas prometidas. No hay que remontarse al siglo XIX. En mi juventud, muchas jóvenes sabían de las visitas esporádicas del novio a un burdel y más de una pagó de su bolsillo, ocasionalmente, el desahogo de su futuro cónyuge cuando éste no tenía ni para el cine del domingo. No se veía esto como machismo ni como infidelidad ni como prueba de desamor. Por otra parte, la novia no era una pelandusca ni cosa alguna fuera de lo normal, qué va. Sencillamente, las mujeres de la vida carecían de identidad, no eran propiamente competencia, no eran mujeres reales. Eran cosa, más que persona, un sumidero; no se es infiel con una cosa. (Miren por dónde, a los burdeles van a parar chicas no sólo empujadas por la única alternativa que ven, sino por la ausencia de deseo sexual. ¿Qué virtud ha de sentir que vulnera la persona a quien la transgresión no produce placer y encima es el único medio para llenar la cesta de la compra?
Por razones que no abordo en este artículo, el incremento de la prosperidad, más la permisividad en materia sexual de los individuos y de los gobiernos no ha traído consigo -contrariamente a lo que auguró una seudoizquierda- la muerte de la pornografía, sino una demanda tal de sexo que Europa ha de recurrir a la importación masiva de vientres tristes entre los tristes. Como quiera que ningún gobierno legitimaría este comercio, el camino está expedito para las mafias. Las víctimas aceptan engañadas sus servicios, vienen de todas partes y se encuentran con que el paraíso es un burdel cuando no, simplemente, la calle. Están atadas por contratos leoninos que con frecuencia duran de por vida o cuando menos de por vida activa. Son víctimas de una entre las varias formas de esclavitud de nuestro tiempo. Luego, los gobiernos no tienen manos. Desarticulan una mafia y surge otra. Reenvían a su país a un puñado de mujeres y allá se las compongan si están endeudadas con sus amos. Las ciudades tampoco saben qué hacer, sus atribuciones son muy limitadas y mucho nos tememos que lo seguirán siendo. Si el Estado es parco en concederles competencias, igual o más parcas son las autonomías, todas ellas y corríjanme si estoy mal informado. En este punto, como en tantos otros, nuestra democracia está lejos de alcanzar su madurez.
Aquí en Valencia, ya se ve. Echando mano de parcheos y apelando a la imaginación para acallar al vecindario. Hasta pusieron o quisieron poner a un cura para coordinar a los voluntarios de Cáritas dispuestos a persuadir a las prostitutas, a cambio de algo. Menos daba un amigo de juventud en mi pueblo, pues se limitaba a frecuentar burdeles para sermonear a las chicas, hasta que las chicas de todos ellos, hartas, le cerraron las puertas. Yo quedaba tundido de risa. Todo será inútil; la situación actual es más compleja que cuando los convenios de París de principios del siglo XX; y son muchos los países occidentales que ni siquiera han alcanzado aquellos propósitos.
Suecia adoptó recientemente una medida en esa dirección, tal vez la más eficaz: quien sufre el peso de la ley no es la chica, es el cliente. Con todo, uno no tiene más remedio que pensar que en Suecia la situación de una prostituta en paro no es tan trágica como en España. Allí hay más riqueza y más trabajo, mientras el problema de la inmigración no es tan dramático como aquí. No se saca a nadie del pozo del burdel o del callejeo si no se le da un trabajo digno y se le redime de los daños colaterales, llámense mafia, protector y otros más o menos tangibles. En Alemania han empezado a darles a estas mujeres la Seguridad Social, que incluye el subsidio de desempleo y el acceso al sistema de pensiones. Pero el mal siempre camina más deprisa que el bien. Eso parece, al menos.
Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.
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