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Reportaje:

Distrito limosna

Rosa, Juan Enrique, Armando, Toni o 'El Inglés' son vecinos de barrios de Valencia sin número de patio

Caprichos del destino, decisiones límite, frustración, abandono, utopía de libertad o naturaleza nómada han llevado a algunos a hacer de un trozo de acera su casa y de muchos de los caminantes que reparan en su existencia, sus vecinos. El retrato de familia de algunos barrios incluye un indigente cuya presencia parece pasar desapercibida, pero su ausencia es motivo de preocupación colectiva.

Vencida, depresiva y avergonzada se siente Rosa, una uruguaya de 66 años que lleva 12 en España, que recibe una pensión no contributiva de poco más de 40.000 pesetas y paga 35.000 de alquiler por un pisito frío en la calle de Ausiàs March. Tiene una nieta a su cargo, dos hijos en prisión y un cuerpo que se resiente por los años. Se sienta en una silla plegable con una manta sobre las piernas en un callejón que sale de la calle de Barcas, aguanta un cartel entre las manos pidiendo ayuda para comer y mira al suelo.

Él cuenta poco, que llegó por casualidad, que duerme a cubierto y caliente

Las dependientas de las tiendas de moda de los alrededores procuran que no le falte algo caliente. Alguna vecina le da ropa. Otra le regaló una pequeña estufa. 'Rosa lleva aquí mucho tiempo. Está abatida. El día que nevó la encontré con la vista fija en los adoquines y el cuello del abrigo lleno de hielo. Se ha hecho de querer. Es cariñosa y cuando falta, como es mayor, pensamos qué le puede haber pasado. Lo peor es que son muchos los jubilados que piden por la calle, que no tienen quien les cuide ni recursos para mantenerse', explica Ana P., dueña de una de las boutiques del barrio.

'Juan Enrique, hijo, toma el bocadillo'. Manuela es una de las que alimenta a media mañana a un vecino de la zona de la plaza de España que antes se cobijaba en un hueco, hoy tapiado, que lindaba con un banco y ahora acampa en cualquier esquina de la Plaza de España. Tiene 33 años, es de Logroño, planta cara al frío con una manta, deambula con una perra llamada Cora, rechaza los albergues porque no dejan entrar animales, porque tienen horario estricto y porque de tanta calle los espacios cerrados le dan mal rollo. Sus padres creen que trabaja en la naranja. Los del mercado le echan una mano para que no le falte un bocado. Los vecinos le dejan caer monedas. 'Nunca ha dado un problemas. Él es feliz a su modo. ¿Quién sabe si no será mejor así?', dice una mujer de pelo blanco que, como Amparo, Alicia y Angelita, protege con discreción a Juan Enrique. Y él, cuando no está bebido, se reconoce vecino de esas calles de Valencia, y aunque es parco en palabras, pregunta por unos y por otros.

En ese tramo de la calle de San Vicente, quien no convive con Juan Enrique se topa, aunque con ausencias repentinas pero menos dramáticas que las del recadero del Mercado Central, con un inglés al que los del bar New York le dan un bocadillo. Entre el local y la entrada a la agencia de viajes, se instala cada tarde-noche guitarra en mano. Si le vienen bien dadas, toca. Si ha tenido algún imprevisto, la guitarra pierde parte de su identidad desprendiéndose poco a poco de las cuerdas. Y cuando no ha habido más remedio, la guitarra ha sido moneda de cambio. Igual que la pierde la recupera. Dicen los vecinos que es educado, que lee periódicos atrasados, que ocupó la plaza hace más de tres años y que le molesta que piten los coches. Él cuenta poco, que llegó aquí por casualidad, que la música en la calle le parece una forma de arte, que duerme a cubierto y caliente -sin precisar-, que en el barrio se siente seguro y que los vecinos le cuidan cual hijo adoptivo y 'sin sermones'.

En cambio, José -aunque no está claro que ése sea su nombre- sí aguanta sermones. Vive con su mujer y su hijo en la calle de Buenos Aires. Amanece y ya está apostado en la panadería que hace esquina entre la Gran Vía de Germanías y la calle de Cádiz. Ronda los 50 años, el alcohol le dejó sin trabajo y su deterioro progresivo ha sido advertido por los vecinos. Viste de oscuro y pierde la conversación según avanza la jornada. 'La gente está cansada de mí. Toda la vida pidiendo un duro'. Hay días que después de seis horas, vuelve a casa con 55 pesetas. 'Se ha acostumbrado a vivir así y en el barrio ya hay mucha gente que pide. No molesta, pero no ha hecho nada para salir adelante aunque muchos han intentado ayudarle', dice una dependienta de otra panadería próxima. La farmacéutica de una de las calles próximas reconoce haberle curado alguna herida porque se lo ha encontrado tirado con algún golpe. 'Cuando está un par de días sin aparecer siempre pensamos lo peor. Sé que antes iba hasta el mercado. Ahora ya no se mueve más allá de cuatro o cinco calles y hay veces que se pone un poco impertinente'. El dueño de uno de los bares más antiguos de la calle de Sueca cuenta que 'cuando empezó a pedir parecía que iba a ser pasajero, hoy todos sabemos que no es así y que cualquier día aparecerá tirado por ahí'.

También el alcohol ha hecho presa en Armando, censado en la zona de Cánovas. Conserva aspecto de caballero. Tiene el pelo cano y su ronda empieza pasadas las siete de la tarde para acabar de madrugada. 'Por favor, ¿tendría la amabilidad de ayudarme?'. Así inicia su paseo por bares y terrazas de la zona. 'Pero cuando ya han pasado horas, pierde las formas y hay que frenarlo', dice el camarero de una pizzeria que conoce a Armando desde hace años. 'Tiene golpes de aristócrata ilustrado. Los vecinos le tienen cariño porque cuando está bien es capaz de ayudarte a subir una bolsa o te abre la puerta del coche. Ahora lo debe estar pasando mal porque viene menos y en peor estado. Cuando no aparece siempre hay alguien que pregunta por Armando. Seguro que él no sabe que es como un vecino más de un patio que no existe', explica el encargado de un café de la calle de Borriana.

También a Toni le echan de menos si falta. Tiene 40 años, dos hijos que viven con la abuela en Torrent y duerme en la calle. Es de Córdoba, abrió garitos en Barcelona. Lo tuvo todo y lo perdió todo. 'Desde que hace tres años murió mi compañera no tengo ganas de recuperar nada, ni siquiera de pensar en ello'. Se fuma un chino por la mañana y otro por la noche. Se enfunda gorro y guantes. Se tapa con una manta de cuna y ve caer las monedas que le echan sin quitarse los auriculares de la radio que le 'aisla del mundo'. Las chicas de una perfumería de la calle de Colón le invitan a café en las tardes de frío. 'Es muy agradecido y educado'. Desayuna en un bar del tramo peatonal de la calle de Russafa. 'Es un habitual, discreto y silencioso que preocupa a quienes le conocemos cuando no viene y no sabes dónde y cómo puede estar. No se compadece. Ésa ha sido su elección de vida y es consecuente con ello. Es como en otros barrios, uno más de los vecinos, pero sin casa'.

Rosa, sentada en su sitio habitual de la calle de Don Juan de Austria.
Rosa, sentada en su sitio habitual de la calle de Don Juan de Austria.MÒNICA TORRES

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