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Columna
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El último valor

Lo repite Steiner, lo había escrito Enzensberger: el silencio es un lujo. Proteger nuestra residencia del ruido urbano exige, en efecto, costosas obras de aislamiento, las cuales no consiguen más que atemperar la presión ambiental, nunca vencerla. Y aislarse por completo del bullicio de nuestro mundo está sólo al alcance de los más privilegiados: los que disponen de segundas residencias en lugares inexpugnables o paradisíacos. El silencio, sin embargo, es un lujo raro. Pocos parecen realmente desearlo. La clase media que pasa los fines de semana fuera de la ciudad, por ejemplo, arrastra a sus cuarteles de ocio casi todas las pecularidades urbanas: el colapso del tráfico, el apretujamiento en restaurantes y supermercados, los inevitables zumbidos diurnos y nocturnos. Es obvio que las colas del tráfico son percibidas como un engorro, puesto que atentan contra los dos grandes deseos del presente: la economía y la velocidad. Pero el bullicio y el alboroto no son percibidos como un problema, sino al contrario: como un signo de identidad. El ruido es la bandera de la condición urbana, el hilo musical de la especie, el mugido protector de la manada.

Se afirma que el otro gran lujo contemporáneo es el espacio. Un espacio dilatado que permita liberarse del asfixiante síndrome de la lata de sardinas, uno de los síndromes más criticados de nuestro tiempo. Cuando alguien anuncia que se ha comprado un piso, los amigos enseguida se interesan por sus dimensiones. Diríase que la amplitud y el desahogo se han convertido en ideales fervientemente deseados. Pero, como sucede con el silencio, la cosa no está clara. Todo el mundo codicia, sí, los palacios, mansiones y viviendas de los ricos. De ahí que, para estupefacción y envidia de los que no tenemos más remedio que vivir en pisos, exista una sección habitual en la prensa rosa que presenta las asombrosas residencias de toreros, artistas y famosos. Ubérrimos jardines con la inevitable piscina, grandiosos salones, numerosísimas estancias y una larga nómina de retretes (recordarán que el curioso prestigio de la inefable Preysler aumentó al batir el récord de posesión de cuartos de baño).

Aparentemente, el lujo de una vivienda se mide por metros cuadrados. Pero se trata de un espejismo. Es importante no confundir los metros disponibles con la anchura de los espacios. Los espacios en estas triunfantes mansiones han sido sometidos a una fenomenal reducción: están abarrotados de objetos de oro y plata, de enormes porcelanas, de vitrinas iluminadas, de rimbombantes estucos, de mármoles fulgentes, de marfiles, cuadros y miniaturas, de abarrocadas antigüedades, de todo tipo de rizados oropeles cuya función principal es describir la irrefutable riqueza de sus propietarios. Ni una pared en blanco. Ni una habitación desnuda, ni un solo rincón sin rellenar. He ahí el puro cuerno de la abundancia. En estas maravillosas latas, las sardinas están, en teoría, muy poco apretadas, pero el dorado aceite envolvente es tan espeso que la asfixia acaba siendo tan inevitable como en las pequeñas latas convencionales.

El antiguo horror al vacío sigue inquietando a los nuevos ricos. Lo mismo sucede en otros ámbitos sociales: los pisitos periféricos y los adosados que la nueva clase media ha puesto de moda imitan el abarrotamiento decorativo de las clases pudientes. Puede que todos deseemos más espacio (y más silencio), sí, pero a la manera de los creyentes, que desean el cielo sólo cuando no queda más remedio que abandonar la tierra. No es casual la comparación religiosa. El relleno ha sido siempre un deseo irreprimible, al menos en nuestra tradición católica. Otra cosa es el protestantismo: austero y puritano. Del mundo protestante nos llegó precisamente la moda minimalista, espaciosa y esencial.

El horror al vacío encuentra en estos excesivos días navideños su máxima expresión. Nuestra Navidad ha dejado de ser católica sólo en apariencia. Sólo hemos sustituido el tradicional barroquismo litúrgico por el barroquismo posmoderno. Medio en broma, medio en serio, como es propio de estos tiempos, embutimos todo tipo de cosas en este pequeño espacio vacacional: sentimientos, regalos, comida, tradiciones, viajes, fiestorros, encuentros, burbujas. Sumamos ruido tradicional al ruido habitual. Rellenamos con sacarina sentimental y azúcar gastronómico un estómago ya muy colmado de edulcorantes. Campana sobre campana, burbujas sobre burbujas. Y sin embargo, muchos de los anuncios televisivos recuerdan cuál es el ideal: una especie de aristocratismo mudo y desnudo. Los perfumes, en efecto, apelan al valor de la esencia o se disfrazan de pureza, misticismo o soledad. Los coches consiguen llegar al desierto y las cimas despobladas. Son frecuentes los anuncios en los que aparecen casas minimalistas, estrictamente geométricas. El mismo envoltorio de los regalos es casi minimalista: un cubo decorado con un simple lazo funcional. Es curioso: parece que el cuerno de la abundancia necesitara la estética de un Mies van der Rohe para poder seguir funcionando. No sólo en Navidad. Hace bastantes años que la moda de la esencialidad inspira el diseño de modistas, decoradores y publicistas. El más reconocido de los modistas catalanes parece un monje y la mayoría de las modelos ponen cara de Teresa de Jesús. ¿De qué nos habla la oscuridad de las mejores ropas masculinas, la pureza de los envases de perfume o este loft amplio, geométrico y silencioso que aparece en el televisor? Del último valor. Más temido que deseado, como todos los valores. Pero feroz en su dominio y jerarquía. El valor del aristocratismo. La elegancia existe para distinguir. El nuevo aristocratismo impone sus preceptos. Cuando todos acumulan, el aristócrata propone vaciar. Cuando todos doran las paredes, él defiende el color blanco. Cuando todos mugen y retozan, él propone soledad. En pleno barullo contemporáneo, en la ciénaga promiscua del consumo, lo que distingue es el ensimismamiento, la fría amplitud de la nada.

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