La doble muerte del rector Batle
Uno de estos días de principios de diciembre hizo cuatro años que murió, repentinamente, Nadal Batle, matemático y rector de la Universidad de las Islas Baleares (UIB) entre 1982 y 1995. Cuatro años quizá sea un plazo de tiempo razonable para pedir a los que fueron enemigos -entre los que se cuentan algunos amigos- del entonces vivo una explicación pública y coherente de los motivos de su perdurable, más allá de la muerte, enemistad. Me refiero, por supuesto, a la enemistad académica forjada en torno al ejercicio de la autoridad rectoral y de la gestión profusa del orden administrativo. Conviene observar, sin embargo, que no resulta fácil discernir lo que fue sólo rechazo o incluso repulsión personal de lo que hubo de percepciones diferentes sobre el contenido y orientación de la carrera académica y, por descontado, de graves y no siempre explícitos desacuerdos sobre la dimensión y el significado de una universidad en la sociedad mallorquina primero y balear después. Que todo esto pueda llegar a contarse como una sucesión de enfrentamientos personales es, por supuesto, una simplificación deformadora con la que se pretende que la cuestión, convertida en crónica de sucesos, no pueda ser analizada. El mal carácter, agrio y veleidoso, de Nadal Batle daría verosimilitud al fragmentario relato.
Sin embargo, el desapego, no exento a veces de crueldad, sólo puede, en mi opinión, comprenderse en el marco público de lo que fue el crecimiento de la universidad española. Justamente, en el periodo central de este proceso fue rector Nadal Batle. El crecimiento del alumnado universitario acabó por forzar, desbordándolos, los controles tradicionales por los cuales la academia gestada durante el franquismo había regulado su reproducción. Ciertamente, estos controles se habían relajado ya en la última etapa de Franco pero, por lo menos en las facultades de letras, los sistemas de patrocinio político seguían en su conjunto funcionando. Se tuvo, claro, que llegar a compromisos para aumentar el profesorado requerido por el enorme crecimiento estudiantil. La academia surgida en el franquismo tenia unos ámbitos de conocimiento limitados y poco similares en calidad y curiosidad a los estándares establecidos en las universidades europeas a partir de la II Guerra Mundial. La academia española, claro, no había preparado un relevo intelectual alternativo. Multitud de jóvenes profesores percibieron la oportunidad de incontroladas carreras universitarias, funcionariales. La Universidad y otras instancias de saber a ellas vinculadas fueron reclamadas como un botín. Surgió así una nueva clase profesoral cuya identidad académica debía en general ser mantenida en conveniente turbiedad. Para ello la suspensión de la crítica, del público análisis de los proyectos científicos y sus resultados, si los hubiere, resultaba indispensable. Cuanto mayor sea la imprecisión de los contenidos académicos, más amplio resulta el margen de la impostura y simulación de conocimientos. Y algo después empezó también la sustitución efectiva, biológica, de los restos de la academia franquista.
Pero ahí están frías y erectas, como hojas de cuchillo, las genealogías académicas, como en Historia, por ejemplo, remontándose siempre a santos patronos de la época de Franco. Las consecuencias de todo este complicado proceso de sustitución silencioso de un cuerpo de funcionarios del Estado está por analizar. Y difícilmente serán los protagonistas quienes se empeñen en hacerlo.
Nadal Batle, como rector, pudo ciertamente decidir acerca de la composición espacial, arquitectónica, organizativa, representacional de la UIB. Pero también es seguro que, aparte de su propio departamento, su autoridad fue, si no escasa, sí indeterminante en la constitución general del cuerpo profesoral de su universidad. Nadal Batle tuvo, quizá sin percatarse bien de ello, que gestionar el proceso lleno de astucias, simulaciones, charlatanería, aristas y ambiciones superiores al talento de quienes las padecen. También, a veces, de honestas y razonables dedicaciones. Nadie hubiera podido estar ahí y salir ileso. Y en efecto, Batle salió dañado. Contaba con temblorosa vergüenza cómo aquel joven profesor se arrodilló delante de él, implorante, pidiéndole que sacara una plaza de titular.
No pudo resistir el bochorno. Ni entendió, me consta, la escena. Quien se arrodilló y alcanzó después su deseo prosigue hoy con soltura una carrera tan enojosamente comenzada. Resulta difícil separar en este episodio, quizá extremo, lo que es sólo personal o manifiestamente público. Pero esto fueron aquellos viejos tiempos.
El proceso, abruptamente empezado, no podía ser, dada su complejidad, controlado por nadie, y menos por alguien que estuviese en su interior. Tampoco podía ser adecuadamente entendido por los que participaban en él. Se entremezclaron dos aspectos de naturaleza bien distinta. Por una parte la euforia, la ilusión, por alcanzar un orden nuevo universitario, finalmente legítimo. Y por la otra, el hecho de que las tradiciones de saber no se pueden improvisar ni sustituir por gestos académicos o escrituras de apariencia. La combinación sólo podía funcionar si se suspendía la crítica. En estas circunstancias, presidir la gestión de todo ello significó un gasto, una usura y eventualmente un desconcierto personal irreversible. De pronto, parece que el rector Nadal Batle era prescindible, que no podía gobernar el reparto de la consolidación de lo ganado. Nadal Batle sobró.
La dimensión social e institucional de la UIB, que Batle con tanta fuerza había imaginado, tampoco parece ser hoy posible. Seguramente él no alcanzó a ver que, justamente, la ausencia de crítica provocaría connivencias de codicia insaciables y abrasivas con la clase política y las instituciones.
Nadal Batle murió dos veces. Tuvo una muerte súbita, personal, breve como todas. Y arrastra otra muerte larga, duradera, pública: la del rector que quiso llevar a cabo un sueño que era, como todos, sencillamente impracticable, roto por dentro. Dimitió, murió y dejó magníficos mensajes escritos, en donde son perceptibles como en silueta los pedazos de aquel sueño. Su hermosa derrota hace vil cualquier victoria que otros hayan obtenido. Vendrán, eso sí, días peores.
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