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Columna
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Festín

EN ESE MARAVILLOSO recuento de ideales utópicos, que llevó a cabo Ernst Bloch en su magna obra El principio esperanza, se señala la promesa de plenitud estética contenida en la soñada síntesis entre el principio de lo 'cristalino' y el de lo 'orgánico', cada uno de los cuales ha generado las corrientes artísticas antitéticas de la abstracción y el realismo. Si se produjeran las condiciones materiales para este encuentro, ya no tendría que haber una fatal alternancia entre lo uno y lo otro, sino, por primera vez, según Bloch, su unificación: 'El cristal es el marco, más aún, el horizonte de la serenidad, pero el ornamento del árbol de la vida humana es el único contenido de esta serenidad y claridad circundantes'.

Aunque pensadas fuera de las limitaciones espacio-temporales, el anhelo que configura las utopías surge del corazón mismo de la experiencia histórica y ha tenido siempre su mejor acomodo en esa promesa de felicidad del arte, cada una de cuyas obras esconde en sí y por sí algo utópico. Tal es el caso, por ejemplo, de los misteriosos retratos de El Fayum, que surgieron en el Egipto romanizado de comienzos de nuestra era, logrando la asombrosa síntesis artística entre la antigua tradición egipcia y el clasicismo grecorromano, su reverso cultural. Los muy realistas y vivaces retratos pintados de El Fayum acompañaban el ajuar funerario de las momias enterradas en las tumbas, pero hay algo en todos ellos que, con toda naturalidad, concilia el abstracto cristal y la vida orgánica, tal y como demandaba utópicamente Bloch, porque allí se reúne el arte funerario egipcio, que está vuelto hacia el porvenir y es mágico, con el de los grecorromanos, que es retrospectivo y representativo.

Indagar el porqué de tan asombrosa síntesis es el contenido del fascinante ensayo de Jean-Christophe Bailly, titulado La llamada muda. Los retratos de El Fayum (Akal), en el que finalmente se concluye que lo que se nos revela en estos prodigiosos retratos no es sino la auténtica epifanía existencial del rostro, la que nos vincula de una vez para siempre a los otros, nuestros semejantes mortales. La enigmática fuerza de los retratos de El Fayum se fundamenta en que nos descubren la verdad inherente del rostro, la de 'una mirada que no es pregunta ni respuesta, sino sólo silencio y detención, el mudo y elocuente testimonio de lo que, una vez, estuvo allí'.

¿Acaso el arte ha podido fondear más y mejor en el fundamento de la existencia humana mortal que a través de estos rostros que se comunican con nosotros a través de los siglos? Como escribió Walter Benjamin, muy oportunamente citado por Bailly, 'los vivos se descubren cada vez en el mediodía de la historia. Ellos se ocupan de preparar una comida para el pasado. El historiador es el heraldo que invita a los muertos al festín'.

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